Es habitual, cuando se expone una idea sobre una forma idónea de ver el mundo, o de configurarlo, o sobre una fórmula sobre una convivencia armónica, o sobre cómo aplicar una escala de valores qué mejore la sociedad, que el interlocutor se despache con una descalificación inmediata, tildando nuestra exposición de utópica. No hay, en el mundo de la retórica, un adjetivo más descalificante que el de utopía, porque coloca al interlocutor en el supuestamente triste papel de soñador, de poco realista, de persona ajena a la realidad, sin que el calificador necesite de ningún argumento, o contrapropuesta. No pasa lo mismo con la distopía, que, al fin y al cabo, no es otra cosa que una utopía negativa, porque, al parecer, todos creemos en la distopía como una realidad más o menos inminente, si no ya presente en nuestras vidas.

No sé, y no creo que nadie lo sepa, si esta actitud pertenece a un fatalismo innato a nuestra especie, u obedece a un profundo conocimiento de nuestras voluntades, capacidades, o debilidades. Pero sea lo que sea lo que marca esta forma de concebir el futuro, lo que vamos consiguiendo es que se vayan cumpliendo nuestros peores augurios, que el manto ceniciento de una sociedad sin esperanza vaya logrando concretarse en una sociedad sin presente, ni futuro.
En el catálogo general de distopías, amplio, rico en paisajes y matices, encontramos que las hay desgarradoras, donde la sociedad vive un infierno de desigualdades, miserias y falta de libertad, mientras otras, en un claro contraste entre la apariencia exterior, y la realidad íntima, muestran una cara amable y deseable, una aparente igualdad, que en realidad se muestra como uniformidad, que enmascara la anulación del individuo. La literatura y el cine se han encargado de poner nombre y situaciones, imágenes, actitudes, a estos temores tan presentes en un mundo cada vez más asomado sobre el abismo del desastre.
“1984”, “Blade Runner”, “Farenheit 451”, “Un Mundo Feliz”, “Soylent Green”, “La Fuga de Logan”, incluso las civilizaciones que Alexander Hartdegen, el protagonista de La Máquina del Tiempo, de H.G. Wells, visita en sus “viajes”, sin olvidar a H.G. White, Edgar Rice Burroughs, Cixiu Lin, o el mismo Cervantes, nos han pergeñado mundos, sociedades, sociedades en mundos distantes, en el espacio, o en el tiempo, o en ambos, o en nuestro propio mundo, que viven infiernos, pesadillas, a las que es difícil verles una salida. Distopías de distinto tipo, bélicas, científicas, sociales, que no son otra cosa que proyecciones sobre el futuro, o sobre otros ámbitos, de lo que nosotros, en primera personas, estamos viviendo aquí, ahora.
El fatalismo, en realidad el conformismo, el adocenamiento, el confort de lo cotidiano, y la mentira sistemática, emitida por interés económico, de poder, y comprada por interés cotidiano, por pura desidia, por ceguera ideológica, nos están abocando de forma inevitable a un futuro distópico. La incapacidad de una sociedad para reaccionar ante un poder que se va perpetuando, de enfrentarlo, incapaz de identificar la mentira sistemática que el poder le impone, unas veces mediante leyes cuyas consecuencias se ocultan, otras veces mediante relatos que deforman sus intenciones, las más favoreciendo una deriva autoritaria enmascarada en una democracia sin contenido, sin valores, la mayor parte de las veces enmascarados en un populismo que oculta las consecuencias de lo que pretenden ofrecer, siempre mediante el uso de los resortes que el poder les proporciona para crear una sociedad a su medida, sometida, inculta y circense, hace que el futuro apunte hacia una distopía cruel, hacia una distopía de carácter social y económico, una distopía erigida bajo el dominio de poderosas corporaciones, energéticas, tecnológicas, explotadoras de recursos , más poderosas que los estados, representadas por individuos de intereses elitistas, administradas por anónimos accionarados de nombres repetidos, y que una vez implantada será difícil de derribar, de derrocar, de revertir.
Cuando hace unos días presencié la toma de posesión de Trump, en Washington, rodeado de todas la cabezas visibles de las tecnologías emergentes, incontrolables desde un poder sometido, o cómplice, o creado por ellos mismos, formando una suerte de aura envolvente sobre el apóstol del capitalismo más feroz, no pude evitar que ciertas imágenes de “Blade Runner”, me vinieran a la cabeza, las de su decorado tecnológico, las de un mundo que, fuera de las grandes corporaciones dominantes, vive una realidad miserable, injusta, sometida, sin valores, ni capacidad de lucha por conseguirlos. Simples muñecos esforzados en la labor de sobrevivir. No, el bueno no era Rick Deckard, no era Harryson Ford, en su lucha por mantener un estatus de poder en el que prevalecían unos pocos privilegiados sobre una mayoría sin oportunidades, encerrados en edificios oscuros, solo iluminados por el neón de la publicidad, bajo una lluvia permanente, los buenos eran los androides que luchaban por una libertad inexistente. Y perdían, perdían derrotados por una mentira social, económica, tecnológica, en la que ellos mismos, incluso Rick Deckard, incluso los personajes anónimos que sobrevivían a su alrededor, creían sin ser conscientes de hacerlo, sometidos por la luz y las promesas inalcanzables de un poder sin contrapeso, de una publicidad envolvente y alienante.

Ya alguno me ha dicho que Europa es distinta, que hay otros lugares donde eso es imposible, ignorando que en Europa, el populismo, la mentira, lleva años triunfando. Que en Europa, en todo el mundo, las ideologías abortan cualquier tipo de pensamiento que suponga una idea libre, un pensamiento que se salga de las dos corrientes marcadas por el poder para anularnos. En Europa, en Rusia, en Ucrania, en Hungría, en Inglaterra, en Francia, en Italia, o en España, pronto en Alemania, llevamos años, creo que décadas, viviendo una mentira tras otra; mentiras que alimentan el descontento, la apatía, el desinterés, que favorecen un vuelco ideológico que sirve a los intereses más oscuros del poder.
Vivimos en una democracia, en una falsa democracia, que permite elegir entre una derecha entregada, una derecha que se va deslizando con aparente pereza hacia su extremo, y una izquierda cómplice, una izquierda provocativa e inconsciente, una izquierda que ofrece una sociedad en la que no cree, que no la respalda, y que favorece las posturas radicales de signo contrario. No, tal vez, eso creo, Europa vive un sueño de siglos, que se mece en decadencias y cuentos de la abuela, de cuando Europa era el centro del mundo. Hoy somos periferia, hoy somos suburbio, hoy somos anécdota, hoy somos solamente historia. Y mientras, el mundo es un complejo campo experimental de posibilidades sociales que experimentan la aniquilación del individuo, opciones políticas que lo sometan y creen un mundo feliz que le acomode, un 1984 que lo deje indefenso, un Blade Runner que lo obligue a luchar por el agua, por el aire, por la vida, que la élite disfruta y administra, un cuento de la criada en el que ser criada sea un privilegio por el que se mate. Resumiendo, una distopía.