CARTAS SIN FRANQUEO (CLXIV)- DE ADOLESCENCIA A ADOLESCENCIA Y VEREMOS QUE DICE LA CIENCIA

2
26060

He pensado, casi es inevitable hablando de amor, hablando de edad, hablando de amor a una cierta edad, hacer una inmersión en la literatura poética del tema, pero, como sujeto activo, como testigo directo de lo planteado, como observador interesado y concernido, y con la convicción de que esta perspectiva no será ignorada, he preferido enfocar esta reflexión desde esa vivencia cotidiana del enunciado.

Foto de Nina Hill en Unsplash

Entré yo en la década de los setenta, en la del siglo pasado, con los dieciséis años que la adolescencia hacía más suyos que míos, con la ilusiones ya algo puestas en cuarentena, y enfrentado a un mundo lleno de retos, entre los cuales, hormonas mandan, las chicas se convertían en el centro de cualquier otra actividad, deseo, o pretensión que pudiera pasarse por mi cabeza.

Años de pandillas, años de guateques, años de estrategias disparatadas para ligar, años de represión oficial, películas míticas más allá de los Pirineos, y primeros acercamientos a un erotismo culpable, a un destape que siempre parecía, a veces estaba, excesiva y reprimidamente velado.

Sin duda amar a los dieciséis, a los veinte, e incluso a los treinta, es un mandato hormonal, natural, una dedicación que no llega a exclusiva, pero que bordea la fatalidad. Esa adolescencia, ampliada, que se adentra con descaro en las décadas posteriores, conlleva un ritmo amoroso, una cultura de la seducción, del enamoramiento, del sexo, que, en aquellos tiempos, nos obligaba a sortear todos los obstáculos que la ideología imperante, que apropiado calificativo, trufada de moral oficial nacional-católica, nos hacía a todos los  adolescentes, sobre todo a las “adolescentas”, reos de culpa mortal, y condena eterna a un infierno custodiado por demonios ataviados con camisa azul y casulla.

Pero cuando pecar es lo natural, cuando pecar es lo que el cuerpo reclama, el pensamiento hace imprescindible y la vida provee, uno acaba pecando sin recato, sin medida, sin pararse en demonios, ni vigilantes de parques y jardines, ni policías armados, guardia civiles, o ciudadanos guardianes de la moral pública, que el aire libre parecía disponer en cada rincón de cada lugar con posibilidades para pecar intimamente. Uno empieza pecando por necesidad, y acaba pecando porque pecar con placer acaba siendo más un placer, que un pecado.

Así fue, o, al menos, así recuerdo aquellos tiempos de búsqueda del sexo, del amor y de la pareja, exactamente por este orden, aunque el lío ideológico pretendiera convencernos de que todo era lo mismo, que yo viví en aquellos momentos del tardofranquismo, en el que todos ansiábamos ser franceses, suecos o alemanes, para vivir aquella libertad que solo veíamos asomándonos a las cumbres de los pirineos.

Han pasado los años, y aquel adolescente, hoy instalado en los setenta, y solo, ha empezado a redescubrir que el amor, el sexo, el placer, no se acabaron en aquellos tiempos que parecen remotos, por más inmediatos que sean, y que instalado en la libertad, empieza a descubrir que la adolescencia es un estado mental asociado a la disponibilidad, y que está, ya en este momento de la vida, en este guarismo que parece asustar, punteado por la huida permanente que un ser social ejecuta respecto a sentirse aislado.

Hay quien prefiere hablar de la soledad, pero la soledad es un estado mental, que en muchos casos resulta deseable, apetecible, paladeable. Lo absolutamente indeseable es estar aislado, es no tener con quién hablar, con quién compartir el tiempo disponible, a quien recurrir si la soledad se presenta temporalmente indeseada.

Así que aquí estoy, asomado a una suerte de segunda adolescencia, a la que los que todo lo nombran, a los que a todo necesitan ponerle etiqueta, han dado en llamar “sexalescencia”. Una suerte de adolescencia de personas de edad provecta, bordeando, por ambas caras, la jubilación, con recursos, con libertad, con madurez, y con una mochila de vivencias que les hace, que nos hace, enfocar la vida con una perspectiva diferente, otra vez inmersos en un cambio social que rompe con lo tradicional, y, en la mayoría de los casos, dispuestos a apurar la vida como si no hubiera un mañana, por si acaso no lo hay.

Es verdad que la madurez, y el cambio hormonal, hacen que la escala de valores que manejamos haya variado respecto a aquella adolescencia de hace cincuenta, o más, años. Que si entonces la prevalencia era sexo, amor y pareja, hoy, ya maduritos, ya baqueteados por la vida, ya experimentados y, en muchos casos, escarmentados, nuestra prevalencia es: libertad, compañía, sentimientos y sexo. Sí, estimados lectores, señoras y señores, también existen el amor y el sexo a los sesenta, a los setenta y, deduzco, en cualquier década futura que la ciencia, que avanza que es una barbaridad, nos permita disfrutar con una calidad de vida suficiente. Existen el amor y el sexo no como necesidad física, que también, si no como necesidad emocional, como necesidad social, como necesidad humana.

Escribía yo, allá por mis cincuenta, en un arranque de previsión, en su sentido más estricto, como oráculo de lo por venir:

 

Distingo legañosa la mirada

Que un día nos prestamos mutuamente

Temblorosa la mano que fue firme

Torpe el paso, balbuciente la palabra.

El fuego que en un tiempo nos llevara

Al encuentro fragoroso de los cuerpos

Es hoy, apenas, de un candil la llama

Lo que entonces te entregaba como amor,

Un recuerdo.

 

Pero el amor que presiento en tu mirada casi ciega

En tu caricia temblorosa y moteada

En mi nombre balbuceado torpemente

En la dulzura de un beso complaciente

Que no espera inflamar ninguna  llama

Ese gesto de agarrarme tú del brazo

Para que mi cuerpo insostenible te sostenga,

Esa frase en el fondo zalamera,

Ese amor de senectud, casi inocente.

Hace que disfrute de la vida día a día,

Y que día a día la vida me requiera.

 

Supongo que entonces, aún en una década de transición entre adolescencias, no intuidas, no previstas, situaba ese amor ya decadente, ya renqueante, ese amor de senectud compartida con una pareja estable, de envejecimiento acompasado, concebido con una inocencia rayana en lo platónico; en esta década que hoy transito sin reconocerme, aún, en esa descripción, pensada según los setenta de mis abuelos, de mis padres, ya diferentes de los de sus padres, pero aún muy centrados en el significado del guarismo, y no en la evolución vital que empezaba a insinuarse tímidamente.

Tampoco podemos olvidar que las experiencias vitales que arrastramos nos hacen diferentes. Que no pueden enfocar la vida de la misma manera los que nunca han vivido en pareja, los que vienen de una ruptura emocional, o los que se han encontrado separados de su pareja por una enfermedad, o un accidente. Esas diferencias marcan una visión diversa de lo que se espera, de lo que se le demanda a una vida nueva, pero a todos ellos, a todos nosotros, nos sigue uniendo esa voluntad común de elaborarnos una nueva vida, de no vivir en una resignación fatalista que solo el guarismo de la edad marca, y que ha ido unida a términos edadistas, como viejo, tercera edad, anciano, que presuponen una incapacidad para la ilusión de vivir plenamente.

En todo caso, en mi caso, en muchos de los casos que observo a mí alrededor, hay ilusión, hay ganas, hay inquietud, y hay amor. Hay amor emocional, y hay amor físico. Hay sentimiento, y hay sexo. Al menos mientras el cuerpo, y la mente, aguanten, y de eso se va encargando la ciencia. De eso, y de la comunicación que las nuevas tecnologías proveen.

De poco vale la libertad, el ansia de vivir, si no tienes con quién compartirlo, pero incluso eso, como si la historia estuviera conjurada para que suceda, o si sucede porque es el momento de la historia para ello, han florecido en internet, en el momento oportuno, páginas que organizan actividades para personas a o partir de los sesenta años, en las que ir conociendo gente, formar grupos de intereses comunes, pandillas, que se reconocen y disfrutan de actividades entre semejantes, y que espantan el aislamiento de una forma eficaz, y contundente.

ocaso
Foto de Rose Erkul en Unsplash

No sé si aún me tocará vivir una nonalescencia, o más allá, que diría Buzz Lightyear. No sé, en caso de que sí alcance esas otras adolescencias que la ciencia nos pueda proveer, si en ellas el sexo seguirá estando en un lugar destacado, pero si estoy convencido, absolutamente convencido, de que el amor, ese sentimiento de mutua complicidad que une a dos, o más, personas, seguirá existiendo mientras el pensamiento persista, y el sexo, por ende, en algún formato que no alcanzo a imaginar, o en su formato habitual, también seguirá existiendo. Porque donde hay sentimiento hay contacto, y donde hay contacto, acaba habiendo placer.

Pues eso, de adolescencia a adolescencia, y veremos lo que dice la ciencia, en esta suerte de oca vital que estamos recorriendo.

81

2 COMENTARIOS

  1. Hermoso artículo y bello poema.
    Como dirían mis abuelas: «En una vida hay muchas vidas»; sí señor!

    0
    0

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí