Tal vez sea el momento, tal vez, pero cada vez soy más consciente de lo mal que manejamos las relaciones exteriores, de la cantidad de motivaciones no declaradas, ni a los demás, ni a nosotros mismos, que mueven a los sentimientos supuestamente generosos, el amor, la amistad, la fraternidad, de mirarnos el ombligo en actitud perforante. Dicen que nunca es tarde, pero desde luego nunca parece el momento de mirar hacia adentro, de verdad, en profundidad, sin mentiras ni excusas, y enfrentarnos a la verdad de nosotros mismos, al tiempo que ponemos en cuestión todo lo que opinamos de los demás.
Tal vez no sea un problema de egoísmo, como a primera vista pueda parecer, posiblemente la cuestión radica en nuestra incapacidad para movernos en escalas que superen nuestra propia insignificancia, ética, física e intelectual. Y, enfrentados a esa pequeñez, a esa frustración que nos produce nuestra sensación de grandeza, enfrentada a la minúscula percepción que el entorno tiene de nosotros, intentamos hacernos mayores, más grandes, más evidentes, incluso más imprescindibles para nuestro entorno, acomodando todo lo que no es nosotros mismos a nuestra propia escala. Si pudiera, que puedo, inventarme un verbo que resumiera el concepto, elegiría el verbo “yoar”: usar como referencia para medir, o valorar todo lo externo, el concepto que tengo de mí mismo. El yo como medida universal. Y una vez inventado el verbo, podríamos resumir que tendemos, con bastante más empeño, que éxito, a “yoar” todo lo que nos rodea.
Dice Carlos Rodríguez Braun, economista y tertuliano de Onda Cero, que el mejor amigo del hombre, en contra de lo que todo el mundo cree, no es el perro, es el chivo expiatorio. Y el chivo expiatorio, si hablamos de las relaciones humanas, es cualquiera que contraviene nuestras expectativas, que no se ajusta, sin previo aviso, o manual de instrucciones, o pliego previo de condiciones, a nuestras expectativas, o, en el peor de los casos, que pasaba por allí en un momento en el que la única solución parecía ser asumir la propia culpa. Hasta que el pobre chivo, se hizo patente.
Nos llenamos la boca con grandes vocablos, con palabras que nos trascienden, y que pretendemos trascender a cuenta de su uso, y nuestra maldita, insuperable pequeñez, nos hace fracasar en su aplicación, incluso en su interpretación. Invocamos sentimientos puros, que harían de nuestra vida en común una experiencia satisfactoria, plena, social, pero en el momento en el que intentamos actuar, “yoamos” a aquellos a los que nos acercamos, con los que pretendemos compartir esos sentimientos, haciendo inevitable el fracaso, o bien porque acaban “decepcionándonos”, no actuando como nosotros creemos que deberían de actuar, o bien convirtiéndolos en unos seres irreconocibles en su intento de ajustarse a nuestras expectativas; lo que, tarde o temprano, resulta tan decepcionante como el no ajustarse. ¿Y los que no se ajustan de una forma, ni de de la otra? Si no se ajustan, cómo diría Don Mendo, si no se ajustan es peor.
Sí, trabajamos el “yoar” con una determinación digna de mejores metas. Imponemos, no es que lo intentemos, imponemos nuestra visión de la amistad, del amor, de la fraternidad, a todo aquel que se acerca a nuestro entorno, y, ¡sorpresa!, nos parece interesante. En ese mismo momento, y pasada una fase de galanteo en la que se avalúan las fuerzas contendientes, la parte que se considera más fuerte se lanza a la colonización del otro, lo que supone o un enfrentamiento que no asumimos, o una transformación que tampoco vamos a asumir.
Lo hacen las parejas, la mayoría de las cuales sobreviven al proceso por costumbre, por comodidad, por asunción de la zona de confort creada en una convivencia, por lazos externos que nos parecen indisolubles, buscando fuera de la relación las vivencias que el “yoeo” no permite.
Lo hacen los amigos, que acaban “decepcionados” cuando el otro muestra que sigue siendo él mismo y reclama su propia identidad, sin consideración a las expectativa en él depositadas, sin contrato firmado, ni acuerdo de cesiones.
Y si hablamos de fraternidad, el tema es mucho más grave, porque el fallo afecta directamente a la tolerancia, y a la aceptación imprescindible del otro para que pueda invocarse, conceptos básicos, irrenunciables, para que la tolerancia no sea en realidad un ejercicio de condescendencia, de supuesta superioridad no reconocida, y difícilmente reconocible. Una versión peligrosa de la falsa modestia que debería de ponernos en guardia ante su simple insinuación.
Claro, la pregunta es evidente ¿por qué pretendemos cambiar a quién, se supone, nos gustaba cómo era cuando lo conocimos? La pregunta es tan universal, el problema está tan extendido, que yo, al menos yo, no tengo la respuesta, no, al menos, una repuesta cuya aplicación pueda hacer frente a la universalidad de la pregunta.
Podría elaborar toda una suerte de elucubraciones razonadas acerca del tema, no renuncio a hacerlo, pero ninguna de ellas explicaría completamente estos comportamientos colonizadores, que, en la mayoría de los casos, no hacen otra cosa que encubrir debilidades disfrazadas de fortalezas, frustraciones trufadas de triunfos, e incapacidades para aceptar el mundo en su diversidad, a los demás como alternativa a nosotros.
“Yoar” es una de las actitudes con más aristas que trabajar para la mejora de cualquier persona, que esté realmente, no formalmente, no estéticamente, interesada en un progreso ético importante. La tendencia a “yoar” suele revelar, revela, de hecho, y a pesar de mi negativa a los absolutos, una personalidad en conflicto consigo misma. “Yoar”, para mí, y en último término, es proyectar sobre los demás las propias imperfecciones, para, logrando que las adopte, convencernos a nosotros mismos de que nuestra medida es la única correcta.
Hace algunos años, no muchos, que yo renuncié, de forma consciente, a “yoar” a nadie, ni siquiera a mí mismo, que conste, por lo que renuncié a la posibilidad, también de forma consciente, de ser “yoado”. Pero cada vez me encuentro con más personas en cuya relación vine implícita la aceptación de que te “yoen”, casi en el mismo nivel, casi en la misma incapacidad que tienen de escuchar, que eso, no está a su alcance.
Curiosamente, los “yoadores”, enfrentados a la situación, suele reaccionar de forma rupturista, prácticamente violenta, suelen acusarte de ser responsables de la situación, te convierten en chivo expiatorio, y ninguno de ellos, de momento, se ha preocupado de escuchar las razones, se ha interesado por conocer los argumentos, se ha avenido a racionalizar los procesos. Seguramente su medida no lo permite. Seguramente su perfecta percepción de lo que debe de rodearles, del mundo perfecto, a su medida, que han ensoñado, no resistiría un análisis riguroso, compartido, crítico.
“Yoar”, me gusta el verbo, es sonoro, descriptivo, aplicable y contundente, es, bajo mi percepción, una de las razones críticas que explican los fracasos sociales, incluso, aplicado a niveles de grupo, comunidad, país, bloque, adaptada al razonamiento colectivo, explicaría tantos fracasos sociales, políticos y de toda índole, que lastran a nuestra sociedad.
Las ideologías intentan “yoar” a los países. Las guerras son acciones extremas para “yoar” a otras naciones, habitualmente vecinas. “Yoar” es la actitud que está detrás, aunque de forma evidente, de la diferencia entre el poder y la autoridad. Pero eso ya es otro artículo.
De momento, prafraseando a aquella famosa serie de los años setenta, “Los Invasores”, los “yoadores” están entre nosotros, incluso, probablemente, somos nosotros.
Impresionante artículo. Aunque yo lo habría escrito de otra manera… 😂😂😂