Hay quién dice que la vida es como un bolero, lo que, si ponemos los datos en su orden cronológico, viene a decir que la letra de los boleros es un reflejo de la vida misma, y a eso voy.
Asistí la otra noche, en un pequeño local por la zona de Doctor Esquerdo, de Madrid, a la actuación de un magnífico trío, que, como todo trío que se precie, se componía de cuatro integrantes, “El Trío de la Noche”, que nos deleitó con toda una selección de boleros. Y fue, escuchando embelesado el rosario de interpretaciones, cuando se me vino a la cabeza un sucedido que me contaron, y que venía al pelo para una de las composiciones interpretadas primorosamente.
No es que fuera la primera vez, ni mucho menos, que oía esa canción, que tarareaba su letra, que incluso he bailado bastante a menudo (sí, me encanta bailar), pero sí que, por esas extrañas jugarretas de la memoria, la letra del bolero trajo a primer plano, vinculó extrañamente, esas estrofas con el recuerdo de la historia que hace ya tiempo me habían contado.
El bolero, de los más conocidos y populares, es ese maravilloso “Bésame Mucho”, que Consuelito Velázquez le regaló al mundo en el lejano 1932, hace ya más de cien años, que sigue emocionando como el primer día, y en el que la autora nos habla la última vez, de una posible, previsible, fatalmente inevitable, pero ignota, despedida de una amor apasionado, o de una pasión enamorada, o de una pasión, a secas, que no son lo mismo, aunque casi nadie repare en las diferencias
El bolero narra cómo hacer de cada encuentro una despedida, en previsión de que el día siguiente marque una distancia inaccesible, física, emocional, mortal, qué más da, producida inopinadamente tras un último beso, por lo que hay que besar siempre, como si fuera la última vez, el último beso, un beso de despedida definitiva que repetir en cada segundo de la vida, aunque la voluntad sea repetirlo con la misma carga emocional al segundo siguiente, al beso siguiente. Un frenesí de ansia y despedida con el que vivir cada encuentro, como si fuera esa noche la última vez, dice el bolero, digo yo.
Y, a lo que iba, esa narración, esa pasión desprendida por la letra, esa emoción transmitida y despertada por una interpretación primorosa, hizo que mi memoria recordase un último beso perfectamente consciente, planeado y ejecutado, como colofón a una pasión, al parecer, bastante encendida. Y tal como me lo contaron, lo cuento.
Una niña, de las de novio formal que entraba ya en la casa, por mor de un destino lejano a su familia, y a su pareja, conoció a un señor, mayor que ella, casado, del que se enamoró, del que se encaprichó, con el que cayó en una pasión amorosa de alto grado de intensidad, las palabras son mías, el suceso no, y mantuvo esa relación paralela, durante algo más de un año en el que el más mínimo roce entre ambos despertaba en la niña una necesidad incontrolable.
Al parecer, sigo aclarando, aunque me ponga pesado, que a mí me lo han contado, en ningún momento se planteó, la niña, seguramente el señor tampoco, un cambio de pareja, un abandono de ese novio en la distancia, y en la ignorancia, porque el frenesí sexual, no le ocultaba a la niña que cada beso, que cada caricia, pudiera ser la última vez, ya que tal vez mañana, por obligaciones laborales y familiares, él se encontrara lejos, muy lejos de allí, parafraseando la letra del bolero.
Esta historia, al fin y al cabo no muy original, sí tiene un final que hace que yo la recuerde especialmente, y que la comparta con ustedes, lectores, un final que, lo confieso, despierta en mí una envidia insana, melancólica, casi rencorosa.
Resulta que al caballerete, según supe después un prenda de esos que va presumiendo de sus heroicidades amorosas con todo el que lo quiere oír, e incluso con los que no tienen ningún interés en oírlo, lo destinaron a otro lugar, cosa que le comunicaron, como es habitual, con la correspondiente y correcta antelación. Enterada la niña, y en un acto sublime de pasión, decidió, ya que sí sabía cuándo y cuál sería el último beso de aquella relación, organizar una despedida amatoria que dejara memoria de ese último beso, que sí sería de la última vez, al tiempo que, y, esto ya más íntimo, pero también contado, se daban, los amantes, una última oportunidad para que las urgencias, precocidades, orgásmicas del personaje masculino de esta historia, se atemperaran y permitieran un coito acompasado, un orgasmo compartido, que no habían logrado en el año largo de intimidad. A tal fin, reservó un fin de semana de despedida, de últimos besos, que serían los de la última vez, en un parador nacional de la Costa Brava.
De lo que allí, en aquellos días, sucediera, solo tienen noticia ellos dos, y todos aquellos a los que el señor luego le iría contando la experiencia, supongo que a su mujer no, pero aunque los detalles no sean conocidos, besos hubo, y despedidas. Al menos los suficientes últimos besos, los suficientes besos dados como si fuera aquella noche la última vez, como para que la letra del bolero me trajera la historia a la memoria.
Una historia que, como ya he dicho, como ya he confesado, me produce una envidia insana, melancólica, casi rencorosa. ¡Qué coño!, rencorosa, porque, debo confesarlo, lo confieso, a mi me habría gustado, en algún momento de mi vida, una despedida semejante, un adiós con pompa y arco del triunfo, un último beso que sellara la última vez.
Tal vez, seguro, no me lo he merecido. Seguramente no he logrado despertar en nadie esa pasión amatoria imprescindible para ser recordada, y nunca he pasado de ser el marido de las convivencias y las rutinas, que para eso están los maridos, para eso, y para otras aburridas obligaciones que nunca despertarán el deseo irrefrenable, o la necesidad de enmarcar, con señalamiento imborrable, ese último beso, esa última vez.
Tal vez esta historia, tal vez porque no lo es, una historia, adolezca de una falta de colofón. En una ficción ahora correspondería hacer un breve resumen de lo que la vida les deparó a los protagonistas, si volvieron a encontrarse, si la pasión pervivió en ellos, yo que sé. Pero, dado que la historia es real, y que simplemente es un recuerdo revivido por un momento de éxtasis auditivo, lo ignoro. Haga ese ejercicio de curriculum amatorio de los personajes, cada lector a su avío.