Hablaba, hace unos días, del camino y del clima, y los describía como incidentes, accidentes, perturbaciones, que a lo largo del camino, unas veces más, y otras menos, alteran el discurrir, con tendencia a la monotonía, de nuestro andar por la vida. Y muchas veces, las más, estos sucedidos vienen determinados por las personas cuyos caminos son coincidentes con el de cada uno de nosotros.
¿Quién no ha conocido a una persona tormentosa? ¿Quién no se ha topado con una persona cuya calma, sobrepasa a la famosa calma chicha? ¿Quién no disfrutado de una de esas personas cuya presencia es como una brisa de primavera?
Es verdad que la mayoría de esas personas no pasan de ser una presencia temporal, circunstancial, en nuestra vida, y que pasado el tiempo, o han desaparecido, o han suavizado su influencia y se acomodan al clima general de la marcha. La mayoría, aunque hay personas que entran y salen de las vidas ajenas como torbellinos que arrasan, que erosionan, que crean un momento de desconcierto, tal vez de pánico, seguro que de gran influencia, y, salvo que te arrastren, que te atrapen sin remedio, dejan su huella, su impronta, en el lugar que han tocado, y se esfuman de nuevo.
Sin duda es difícil estar preparado para este tipo de fenómenos que rozan lo violento, lo peligroso, porque aparecen y desaparecen sin apenas signos de su presencia, y su misma fuerza crea unas situaciones para las que difícilmente valen otras experiencias. Son fuerzas ciegas, de gran potencia, que barren a su paso todo lo que encuentran, que intentan absorber a su interior todo lo que tocan, que creen necesario integrar en su existencia todo lo que surge a su paso, y que no admiten discusión, diálogo o explicaciones. Fuerzas de la naturaleza a las que es tan peligroso oponerse, como peligroso es dejarse arrastrar sin ningún tipo de resistencia.
Estas fuerzas de la naturaleza, de las que no vamos a examinar sus posibles orígenes, las posibles causas de su constancia, o fijación, su incapacidad ciega de entender todo lo que no sea su sentido de giro, fuerza de arrastre, o sometimiento a su paso, tienen fama de destructivas, fama seguramente justificada, pero también hay que reconocerles la parte constructiva, la faceta positiva.
Y es que, se mire como se mire, es difícil entender una construcción sin una previa destrucción de lo anterior, es difícil que haya posibilidad de levantar un edificio si previamente no se horada la tierra para hacer los cimientos, o se vuela lo que hubiera anteriormente en la ubicación elegida, o se cambia el rumbo de la vida sin un cercenamiento previo de todo lo acontecido, que afecta a lo nuevo. El único problema del torbellino, que arrastra y limpia todo lo que encuentra, incluida la basura, es que no pone límite y, a veces, también intenta arrastrar lo que queremos conservar de un camino que aunque ya pretérito, es parte de nosotros mismos, de nuestra forma de ser y actuar, de nuestra personalidad, por muy en desacuerdo que podamos estar con ella. De esa parte de nosotros mismos que si perdemos, acabaremos convirtiéndonos en otros, y no siempre por propia elección.
Si te atrapa un torbellino, un remolino, una corriente violenta, un mar embravecido, hay una cosa clara para evitar el casi inevitable desastre, no intentar oponerse, no intentar ser una fuerza contra la fuerza, porque siempre será más poderoso que tú en ese ámbito, la única oportunidad es dejarse llevar, intentando evitar que te lleve hasta su centro. Estudiar, con toda la calma que puedas ejercer, como soplan los vientos, donde las corrientes son más débiles, su evolución. Intentar que no te golpeen otras vidas, otras presencias, atrapadas en su vorágine, y estar siempre preparado para saltar fuera en cuanto la oportunidad se presente. Con decisión, con determinación, sin poderte permitir la duda, la añoranza, el más mínimo retraso en la acción, porque ese instante de retraso puede significar la pérdida de la única oportunidad de recuperar el control de tu camino.
Seguramente, estoy convencido, el tornado se sentirá herido en su alma ventosa, por el abandono de sus corrientes, incomprendido y abandonado en su ensimismamiento rotatorio y absorbente, pero, si alguna vez tuviera la calma imprescindible para contemplar el mundo fuera de sus fuerzas, se daría cuenta de que también en su alma hay una pequeña luz que ha prendido ese abandono, porque los tornados, tal vez más que ningún otro accidente atmosférico, no conciben el camino sin libertad, y, la libertad, la del caminante, aunque ellos no lo entiendan en su discurrir ensimismado, debe de ponerse, debe de de preservarse, al abrigo de sus vientos.
Sin duda, en el caminante, abandonado el torbellino, queda una sensación de añoranza, una sensación de pérdida, un regusto persistente producido por el recuerdo de cuando compartió, casi haciendo suya, la fuerza del torbellino, pero no todos vivimos en el viento, no todos podemos ser torbellino, no todos sobrevivimos a la fuerza portentosa de un torbellino en nuestro camino, no todos queremos que nuestra fuerza se convierta en una barrera física, emocional, infranqueable, para los demás. No todos necesitamos demostrar nuestra capacidad forzando las vidas ajenas, violentándolas, destruyendo lo que se nos opone, o absorbiendo su esencia.
Alguien, algún lector, pensará que, como tantas veces, estoy hablando de barcos, pero hoy no, hoy estoy haciendo un homenaje, un sentido homenaje, a los torbellinos, especialmente a uno, que han visitado mi camino, lo han agitado, lo han despejado, y lo han abandonado sin ser capaces, su fuerza se lo impide, de reconocer mi reconocimiento.
Así es el camino, así es la vida, así es el clima.