Hoy me he dado cuenta de la dimensión de mi soledad, de que todas las puertas a las que he llamado estaban cerradas, entornadas, no francas, ni franqueables, de que, amenazado con convertirme en una nebulosa emocional, no tenía ningún recurso, más que yo mismo, para evitar que mi cuerpo sentimental, mi alma, se transforme en una vaporización de moléculas dolientes sin cohesión, sin entidad, sin presencia.
¿Dónde está mi amigo? Ese supuesto amigo que todos debemos de tener, y que es el último asidero a la cohesión, a la reconstrucción, a la solidaridad fraternal que todos, antes o después, parecemos necesitar, aunque sea puntualmente, aunque sea circunstancialmente, aunque sea en una cierta práctica deontológica.
Ese amigo que está a tu lado antes de que acabes de pronunciar su nombre, de marcar el último número de su teléfono, y en un abrazo curativo, terapéutico, sanador, evita la disgregación de tu alma con la simple fuerza de sus brazos, con la simple emoción de sus abrazos, con la inmediata calidez de su presencia, con la solidaria compañía sin condiciones, sin límites, sin argucias, ni peros.
Hoy necesito a ese amigo, que no encuentro, hoy he mirado a mi alrededor, lleno de conocidos, lleno de compañeros, lleno de compromisos y componendas, pero sin lograr encontrar a ese amigo, sin uno solo de esos amigos a los que abrumar a tonterías salidas del alma, capaz de escucharlas sin una sola interrupción, sin un solo cuestionamiento, con una solidaridad rayana en la estulticia, con una paciencia solo existente en los más altos y divinos estamentos de la amistad profunda, solo con algún leve asentimiento, con un gruñido aseverativo que abra aún más el canal del dolor que estas vertiendo en palabras que a veces llegan a carecer de sentido. Con una solidez capaz de aguantar a pie firme, firmemente anclado a la realidad que tú has perdido, pero sin ofrecértela, el caudal de dolor e incoherencia que tu alma necesita expulsar a borbotones para encontrar un atisbo de calma, un resquicio de luz sanadora, que está sepultada entre el detritus de la tristeza.
Hoy no necesito la verdad, hoy no necesito la razón, hoy no necesito saber qué es lo correcto, qué es lo conveniente, qué es lo razonable, hoy solo necesito que me den la razón como a los locos, como a los tontos, como a los niños, como a los enfermos. Y mañana será otro día.
Mañana necesitaré a ese amigo que me ponga en mi sitio, y que cediendo poco a poco en su abrazo, vaya comprobando el efecto curativo de su afecto, vaya incidiendo en la pausa razonada de cada una de mis incoherencias, vaya restañando las heridas sin permitir que la infecta desazón permanezca en ellas, vaya administrando el bálsamo sanador de su atención, de su presencia, que sirva de fuerza cohesionadora de mi alma, ya, seguramente, ansiosa de volver a ser un ente vivo entre los vivos, un ente capaz e independiente que enfrente el dolor con la calma con la que se enfrenta una fiebre, un malestar, una situación transitoria que transitar hasta la resolución del conflicto.
Pero eso, mañana, hoy, hoy solo habría necesitado ese tipo de amigo.