Es habitual que las palabras describan los sentimientos. Es habitual que los sentimientos inspiren las palabras. Pero ni las palabras son los sentimientos, ni los sentimientos son las palabras. Ni la ausencia de palabras denota una ausencia de sentimientos, ni su presencia garantiza la existencia de los sentimientos que describen.
Esta es una verdad sin complejos, obvia, pero habitualmente no contemplada. Siempre se supone perito en sentimientos a aquel capaz de poner belleza en las palabras con las que describirlo, antes que al que, sin ser capaz de decirlo, lo siente profundamente.
Y en esta perversa forma de percibir los sentimientos nos movemos, hasta que, pillados por sorpresa, nos damos cuenta de que los sentimientos expresados, supuestamente sentidos o correspondidos, no son más que una expresión estética. Y vacía.
Y eso, ese desencanto, esa perplejidad, esa sorpresa inclemente y dolorosa, es la que yo estoy sintiendo ante acontecimientos que ensombrecen mi vida.
Siempre creí, y me cuesta dejar de creerlo, fiado de literatos y literaturas, fiado de palabras y experiencias de quienes decían haberlo vivido, que el amor y el odio son el mismo sentimiento tomado en distintos puntos del eje emocional. Una especie de reversos implícitos, inseparables, que amenazan permanentemente con darse la vuelta. Los extremos opuestos, y por tanto confundibles, de un único sentimiento.
Hoy lo desmiento. Hoy tengo que denunciar que eso sea cierto, que pasar del odio al amor sea un paso, que pasar del amor al odio sea un volteo inesperado, insospechado, involuntario.
Hoy, vivido en mis propias carnes, perplejo ante los acontecimientos, desencantado con lo que me rodea, lo niego.
Primero, antes de nada, cuestiono la existencia del amor, cuestiono la existencia permanente de un sentimiento único y evolutivo que se llame amor, que en realidad es una gran variedad de sentimientos que, en unos casos, conviven, y en otros, se van sucediendo a lo largo de la vida. El amor es un estado evolutivo, cambiante, normalmente generoso y cómplice, de sentimientos hacia otra, u otras personas.
El enamoramiento, la pasión, el deseo, la complicidad, el cariño, la aceptación… son alguno de los estados, de los estadios, que conforman eso que entendemos por amor, pero que cada día que pasas al lado del otro es, en realidad, algo diferente. Y cada una de estas fases, cada uno de estos sentimientos, tiene su reverso, y en ninguno de los casos es el odio. En unos casos será el distanciamiento, en otros la indiferencia, y en otros, al fin, una pasión malsana y destructiva.
¿Y el odio? Es verdad, debo convenir, en que a primera vista, el odio suele aparecer entre personas cuyo amor se resquebraja, en personas que dicen haberse amado, pero un breve análisis de sus mecanismos deja ver las costuras de tal afirmación.
Puedo entender, me cuesta, pero puedo, que se pueda odiar a quién se ha amado, ante un abandono, un engaño, un choque emocional intenso y que golpea al ego de forma contundente, pero este parece ser un odio temporal, defensivo, curativo. Pero nunca entenderé esos odios violentos, sobreactuados, con afán de daño o venganza, que surgen de quienes dicen haber amado, y siempre tienen en su evolución un componente material que nada tiene que ver con los sentimientos, el dinero.
Siempre se ha dicho, que no se puede comprar el amor, pero parece ser que si se puede comprar el que no te odien. Ninguna de las dos compras me parecen éticamente viables, emocionalmente veraces; ningunas de las dos compras parecen obedecer a sentimientos asimilables.
Me siento incapaz de ver amor, aunque sean rescoldos, aunque sean desamores, en un odio que obedece a causa materiales. Entre dos personas que se han amado, de verdad, con sentimientos no confundidos, con honestidad, con respeto, puede haber desacuerdos, desencuentros, desavenencias o distanciamientos, pero nunca un odio que anule los sentimientos. Me parece. No sé. Así lo veo.