Hace tiempo, tanto que me lo contó mi madre, que hace ya ocho años que no puede contar nada, me contaron una de esas historias que demuestran cómo los políticos, los de este país y los de cualquier otro, y sus ideologías, son la lacra que condena al mundo a ser un lugar inhóspito y peligroso, un damero en el que las mediocridades que gobiernan en nombre de sus amos, juegan una partida en la que todos somos peones prescindibles, reemplazables, carentes de ningún tipo de valor, solo resguardados en los valores que nuestra propia consciencia, y convivencia, nos permita compartir, al margen de leyes, ideologías y otro tipo de intereses de los dueños del mundo, que, como las meigas de mi tierra, haberlos, haylos.
Pongámonos en situación, dando unas pinceladas, bastante gruesas, sobre el entorno de la historia. Estamos en Galicia, en la inmediata posguerra. Años 40, 41 del pasado siglo. Y los protagonistas, personas de a pié, familiares: mi bisabuelo, su hermanastro, masón reconocido, de base, lejos de conspiraciones mundiales, ni siquiera nacionales judeo-masónicas, unos mandos de la Guardia Civil orensana, y un perro.
Mi bisabuelo, Antonio Ferreiro, “Castaño”, era por aquellos tiempos encargado de la finca en la que estaba radicada la “fabrica de la luz” de La Gallega, en Las Laguna. Hombre de derechas, narrador impenitente, y ocurrente, de sucedidos imposibles, los más, improbables, todos, que pretendía haber vivido en primera persona, en sus tiempos cubanos, sí, los de la guerra de Cuba, jugaba habitualmente, según noticias, a diario, una partida de cartas con ciertos mandos de la Benemérita, partida en la que, como en toda partida que se precie, y no se vicie, se comenta, entre jugada y jugada, reproches al compañero, y puyas a los adversarios, las principales novedades que la actualidad, vía rumor, radio, o prensa, la televisión aún no había llegado, y estaban exentos de martirios como las redes sociales, iba proporcionando, y dados los convulsos tiempos, una guerra civil recién terminada, una guerra mundial en pleno desarrollo, estas novedades eran abundantes, y de gran interés.
El segundo protagonista, Tomás Iglesias, aunque él, como masón, laico y republicano, reivindicaba el Expósito que consideraba igual de digno, y que hacía mejor apaño a sus creencias y lealtades. Contaba de él, mi madre, un episodio en el que su esposa, después de ponerlo en la calle sin miramientos, le llamaba masón, a voz en grito, desde el minarete del balcón familiar. No conozco demasiados detalles de su vida, salvo estos dos hechos destacados: su expulsión de su hogar, y la historia que nos ocupa. Como es evidente, masón y republicano, y en los años apuntados, Tomás Expósito, o Iglesias, que tanto da para la historia que nos ocupa, estaba perseguido, y oculto en una finca de los alrededores, para evitar los rigores de una represión política inclemente, feroz.
El perro, “Satán”, si la memoria no me traiciona, y algún otro conocedor de la historia no me desmiente, era propiedad de mi bisabuelo, que lo tenía en la finca, en Las Lagunas.
El caso es que, tal como ya he apuntado, mi bisabuelo jugaba casi a diario, una partida de cartas con unos cuantos compañeros, que eran, además, y fundamentalmente para esta historia, miembros de la Institución Armada. No sé, ni tampoco importa, el nombre de aquellas personas. No sé, y no tiene importancia, de que se hablaba en aquellas partidas. No sé, y apenas cuenta para el desarrollo de la historia, a qué se jugaba, o quién ganaba habitualmente. Pero, lo que sí importa, es que aquellos miembros de la Guardia Civil que compartían tertulia y partida con mi bisabuelo, fuera intencionadamente, o sin queriendo, acostumbraban a compartir entre jugada y jugada, entre chanza y chanza, entre reproche y alabanza, las zonas por las que se iban a intensificar las redadas y registros en los siguientes días. Al menos si entre esas zonas estaba aquella en la que Tomás Iglesias permanecía a resguardo de inquisiciones y represiones.
Cuando tal cosa sucedía, mi bisabuelo, al llegar a la finca, desataba a “Satán”, y lo encaminaba hacia el refugio de su hermanastro, quién, al ver aparecer al perro, sabía que tenía que ponerse a resguardo, durante unos días.
Y así, burla burlando, transcurrieron los peores tiempos de represión, y Tomás, el hermanastro de mi bisabuelo, rojo, masón y republicano (judío no, al menos hasta donde se sabe), logró volver a la sociedad, y tener una vida, lo más normal posible, para los tiempos que corrían, y disfrutar de su familia.
Y es que, dejando a los políticos, a los fanáticos, a los populistas, a los radicales, a un lado, la vida mejora considerablemente.