CARTA PRECOZ A LOS REYES MAGOS

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Queridos Reyes Magos,

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os escribo a vosotros porque se supone que, en una carta como la presente, algún remitente debo incluir. También lo hago porque creo que el mundo precisa de un poquito de magia, como mínimo, para seguir tirando; algo más que un poquito requiere para que las cosas evolucionen: para bien.

Por cierto, desconozco donde residís, tampoco sé donde soléis pasar vuestras vacaciones de 364 días al año de duración. ¿A qué dedicáis tanto tiempo? ¿A qué os empleáis durante casi toda vuestra existencia?

Yo no hago gran cosa. En mi zona se diría que estudio, pero lo que hago es presentarme en una única aula concreta de una de las instituciones universitarias que habitan la ciudad en que resido con la infructuosa intención de colmarme de saber y conocimiento, de estimular mi curiosidad, de potenciar mis capacidades y mi creatividad, de aprender y formarme durante, si me apuráis, unas cuantas horas de las habidas en cuatro de cada siete mañanas de la semana.

En directa relación a ello, ciertamente considero que una cantidad de profesores igual o menor a la de dedos que respectivamente pueblan uno cualquiera de los respectivos extremos de mis dos pies y dos manos son más que suficientes para incluir a todas y cada una de las profesoras y profesores que en mi facultad, por su entrega, pasión, esmero y capacidad comunicativa, entre otras capacidades y características de carácter personal y situacional, más que por sus conocimientos formales y sus dotes a la hora de reproducir oralmente centenares de diapositivas cuyo contenido soy, o cualquiera de mis compañeras o compañeros es, perfecta y sencillamente capaz de leer y comprender por propia cuenta, son y han sido capaces de alcanzar, cuando menos rozar, varias de las muchas expectativas anteriormente anunciadas de cuyo calibre no quiero acordarme.

Delegar tantas necesidades en —según a quién miréis: enajenados— terceros ajenos no debe ser bueno, pues la responsabilidad por el desarrollo, crecimiento y satisfacción personales, entre otras metas (pseudo)catárquicas, reside en uno mismo y jamás en el otro.

Disculpadme, estimados Reyes Magos, que os cambie de tema, pero es que se me ha venido a la mente aquello de lo que realmente quería hablaros y me he dicho: “Al lío.”

La cosa es que estoy ofuscado con la peña, ¿sabéis? Bueno, seguro que ya lo sabíais, y si no es el caso, tendríais que saberlo, porque sois magos y, como todo el mundo sabe —sí, el mismo con el que estoy profunda y, simultáneamente, apenas ofuscado—, un mago decente, y no uno de pacotilla, un hazmerreír de tres al cuarto, un don nadie, un triste patán, ha de ser capaz de saber lo que los mediocres seres humanos pensamos y sentimos; al fin y al cabo, leer la mente entra en el repertorio de facultades que os definen según lo que la gente —o la gentuza, según a quién miréis— esperamos de vosotros.

Como os decía: estoy ofuscado con la peña. ¿Podríais explicarme cómo es posible que, al salir del supermercado, tan solo una —y me estoy arriesgando, Rick— de cada treinta personas, bien cargadas con tropecientas mil setecientas ocho bolsas, bien habiéndose apercibido tan solo con un par de escasos artículos, a saber, una insípida cola y unas palmeras de chocolate industriales, unos huevos de falso corral y unas plastificadas lonchas de jamón de york, un casco de litro de ron roñoso y un tetrabrick de una blanquecina sustancia a la que falazmente anuncian como leche, una gigantesca bolsa alumínica repleta de aire y alguna que otra papa y unos pepinillos atiborrados de aditivos químicos, sea capaz de dignarse a reconocer, por medio de una breve mirada o una tímida sonrisa, a cualquiera de aquellas otras personas que, por su precaria y, en no escasas ocasiones, también injusta situación económica personal y/o familiar, se pasan horas y horas, día tras día, haga sol, viento o llueva, de pie, aposentados o tirados, en la puerta de este o aquel supermercado a la espera de que alguna alma caritativa, con suerte y virtud, se anime a compartir con ellas —y, lógicamente, con sus familias, formadas por mujeres y hombres, ancianos y niños— las migajas que siempre sobran sobre su mesa, los pocos centimillos sobrantes que repiquetean en el fondo de sus bolsillos, cartera o bolso, parte de la hogaza que acaban de comprar?

Hoy he conocido a Adelina. Estaba pidiendo unas monedas en una de las calles céntricas de una ciudad. Hemos acordado que nos encontraríamos a la una en punto para ir al —¡oh, supremo allá donde los haya!—  Mercadona. De camino me ha contado varias cosas; entre tantas, el hecho de que hay una mujer que lleva semanas haciéndosele la remolona —que si hoy me pillas ocupada, que si para el viernes mejor, etc— a la hora de acompañarla a alguna tienda para comprar algunos regalos de Navidad para sus dos hijas e hijo —los de Adelina—. La cosa es que tal promesa, según me ha contado esta mujer de nacionalidad asturcmestizslava de ojos risueños y brillantes, mirada sincera y pacífica, expresión agradecida y vivaracha, muela dolorida y cabeza enmigrañada, proviene de cosecha propia; es decir, Adelina no ha ido a pedirle, mucho menos a exigirle, tal acuerdo, sino que este ha surgido —presuntamente, no vaya a complicárseme la cosa— por iniciativa propia de la mujer desaparecida en combate.

Así que, queridos Reyes Magos, si esto es así, y debe serlo, pues la verdad, tarde o temprano, acaba reluciendo por luz propia por mucho que se la cubra con incontables capas de mugre y hollín, y considerando a su vez, por un lado y teóricamente, la insustituible ecuación que Guillermo de Miguel Amieva nos brinda en su herético ensayo ‘Jesús de Nazaret y el Reino de la Verdad’, a saber: Amor = Verdad, y por otro y en la práctica, el lucero encarnado que representa Adelina, la de sinuosos y abrigados cerros, madre y soberana de sus tres hijos, dueña y señora de su mundano destino espiritual y única conocedora de las apetitosas y respectivas —pues tal y como dice Margarita: los experimentos, con gaseosa— recetas de ensaladilla rusa —¡ay…!, ucraniana, que diga— y tarta de queso mascarpone que me quedarán por degustar, entonces no me queda más remedio que entender el comportamiento de la señora de promesas postergadas, dicho así por aquello de brindarla todavía con su modernamente inalienable presunción de inocencia y, además, por no mentarla, presumiblemente con mayor atino, como la señora de promesas falsas, como mezquino e insensible. Bien es cierto que quizá sus infructuosos intentos por proveer, desde los presupuestos sentimientos de altruismo y generosidad, a los hijos de Adelina con los regalos que ella, a raíz de su prácticamente nulo poder adquisitivo, no puede comprarles se deban a razones que escapen a la extensión y la profundidad de mis deducciones; no obstante, quisiera recalcar que mi alegato, en mis carnes, se siente acertado, a pesar de que, con toda obviedad, este se reduzca a un puñado de conjeturas carentes quizá de la cantidad —porque no siento ni la más mínima duda respecto de la calidad de la poca que dispongo— de información suficiente como para que pueda realizar un juicio cabal y justo.

Puestas así las cosas, me pregunto: ¿qué narices nos ocurre? Parece ser que la gente se ha querido creer que la solidaridad, en vez de basarse en compartir con el desafortunado prójimo un cacho del pan reseco que nos ha sobrado, consiste en dejarse pinchar de vez en cuando, es igual que sea bien con resignación, bien con gusto —aunque siempre se dé sin ningún tipo de consentimiento informado mediante—, con un vial provisto de una ambigua sustancia de cuyos efectos adversos derivados absolutamente nadie pretende responsabilizarse ni lo más mínimo. A raíz de las navideñas jornadas que todos auguramos, me pregunto cuántas toneladas de comida, desde los platos de los hogares españoles, los cacharros de los restaurantes europeos, los palés de los supermercados de todo el mundo, irá a parar a la basura, en vez de a las barrigas de centenares de miles de gentes hambrientas, a lo largo de las próximas tres semanas.

Y, por último, queridos Reyes Magos, hallándome yo expuesto en mitad de tan cruel vorágine de acontecimientos, centrado en el imperturbable núcleo de semejante potente torbellino, consciente de los destrozos que ha generado, genera y seguirá generando cuán arreciado vendaval, me pregunto, os pregunto: ¿…?

Atentamente,

Rubén Marzá Sales

En Valencia, a 21 del doce —véase: diciembre— de 2022.

Posdata primera: quisiera dejaros caer que soy un autodidacta, entusiasta, mordaz y, según mi madre y mi pareja, apuesto —de guapo, no de tragaperras— aprendiz de editor. Me gustaría trabajar de ello: tengo tiempo, ganas e interés por un tubo de tubos. Contratadme si necesitáis a uno tal que así. Por otro lado, supongo que puede deducirse que, además, soy escritor, así que, ya puestos, si se os apetece tanto un montón como un “cagao”, podéis adquirir por un modiquísimo precio la primera entrega de la primera parte de mi primera novela: tan solo tenéis que enviarme un correo, que el Bizum, junto al oro—dejaos de incienso y mirra—, sin agobio alguno, ya vendrá luego.

Posdata segunda: esta misma tarde del jueves 22 del mismo mes que el de ayer, cuando ya me iba a ir yendo —si es que tenemos una expresiones tope de guapas, ¿eh o no?— de la puerta del Consum donde me había parado a conversar con Anika, va y se acerca una joven con dos bandejas de esas blandurrias, una con una docena de sándwiches y otra con una coca rellena de pisto, que habían sobrado de un cumple y que, a sorpresa y alegría nuestra, las había guardado para ella. Anika se ha deshecho en halagos destinados a la joven; su semblante, ofuscado de costumbre por la frustración y el dolor de espalda que le produce estar quieta durante horas a la helada intemperie, se ha suavizado y endulzado con creces. A mí, todo sea dicho, me han chapado la boca: ¡y yo que me alegro!

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