Desde que los rapsodas callaron, y de esto hace tantos años que la memoria ya no nos alcanza, desde que los Homeros dejaron de recitar la literatura para la gente —entonces la garganta era fuente de creación de poesía, culturas y civilizaciones—, desde que el aire dejó de ser el cauce por el que las frases y las palabras surcaban la distancia entre las almas, desde que la palabra escrita sustituyó a la palabra pronunciada que volaba y llegaba a los corazones, desde ese tiempo, desde que cualquier Homero calló, el escritor es un soldado con el aliento y el alma puestos sobre el papel, no olvidando, pues no conviene obviar el pasado, que este fue antes papiro, luego pergamino y, finalmente, una simple hoja —esta, por ejemplo, desde la que te escribo—, plano horizontal y horizonte de eternidad para todo aquel que decide comenzar la singladura de comunicarse con el género humano y adentrarse en el reino intemporal de la República de las letras, donde están todos los que han preferido luchar con la pluma antes que hacerlo con las armas de fuego, esas bombas que derrumban toda la poesía que los rapsodas cantaron a fin de elevar el templo más alto y sagrado de la civilización humana, ese que tú, Putin, monstruo ignorante —te lo digo, no como un insulto, sino fraternalmente para que reflexiones–, apeteces poseer para ti tirando bombas, artefactos que dejan de existir cuando estallan, que no existen más allá de la sangre y la muerte que engendran y que tú, en un arranque de soberbia, de orgullo nacionalista necio, de religiosidad mal entendida, opones a tus hermanos porque no te soportas en tu ego herido y desmedido. Escúchame y calla, que me gustas cuando callas porque estás como ausente. Quiero que mi voz te toque. ¿Me oyes?
Es verdad que ha habido literatos soldados, grandes escritores que ha forjado su corazón en la guerra, Cervantes sin ir más lejos, que se levantó del camastro del sollado de marinería, donde purgaba treinta y ocho grados de fiebre, para luchar a brazo partido en la batalla de Lepanto, insigne ocasión de la que él se enorgullecía oponiendo, al insulto que le profiriera el escritor Avellaneda, que su manquedad no había sido hallada en la tabernas, sino en la más alta ocasión que habían visto los tiempos pasados, no veían los presentes y jamás verían los venideros, es verdad, digo, que ha habido literatos que han sido héroes de guerra, Hemingway sin ir más lejos, todo eso es verdad, pero desde que las guerras afectan a la población civil y no se libran tan sólo entre los ejércitos, cosa que podemos lamentar desde la Primera Guerra Mundial, las trincheras han dejado de ser la referencia que antes servía para medir las grandes virtudes y aquello peor que del hombre podía extraerse en combate, léase el valor, la nobleza, el arrojo y luego sus contrarios. Hoy, sin embargo, como se ve, el soldado, tus soldados, no los ucranios, se hacen enteros frente a niños, ancianos, mujeres, embarazadas, y enfermos, y encima tienen el arrojo de enorgullecerse de ello cuando los verdaderos soldados en las guerras ya no son solo los que llevan uniforme sino también, y en mayor medida, los indefensos que luchan con valor frente a los tanques —los que están luchando contra ti, Putin, que, al contrario que muchos grandes generales, como Alejandro Magno o incluso el primer ministro Ucranio, ni siquiera estás en el campo de batalla para ver a tus valientes enemigos de frente, hombre cobarde que ni siquiera sales de tu refugio y nadie sabemos dónde estás—. Si un solo hombre, tú, sin ir más lejos, sólo, sin la voluntad en concurso de nadie, puede abrir una trinchera desde la que los más indefensos, al fin desarmados, conforman el paisaje que refleja el hedor del ego, el tuyo, si un solo ser humano puede asesinar a seres indefensos —el otro día tus valerosos soldados acribillaron a balazos a una mujer que pedía que no la mataran—, o poner a millones de seres buscando refugio en otras naciones, o si alguien puede soportar ver a un niño de tres años golpeando con rabia el casco de su padre para que no se vaya a la guerra (mi madre no durmió toda la noche recordando esa imagen) y eso no le importa, si eso no te importa a ti, hermano, yo te digo que un escritor, sin embargo, ubicado en la trinchera donde la pluma desentraña los secretos de la historia y el alma humana, se hace grande, fíjate, y ello se antoja preferible, por el solo hecho de penetrar la mente y el corazón de los hombres para ayudarlos, y ayudarse a sí mismo a comprender la existencia y su deriva trágica. Ayudarte a ti, insensato hermano, que nos estás matando. ¿En qué nos diferenciaríamos de ti si no te amáramos también? ¿No decía eso el Dios desde el que justificas tu guerra? ¿Le has olvidado?
Las bombas son un gasto inútil para la humanidad
—Costa Rica ha demostrado que se puede vivir sin ejército—, pero el mundo no puede vivir sin los escritores que lo describen y lo trascienden para la posteridad. La única guerra que libramos, piénsalo bien, es ante el tiempo y su fugacidad, ante la incomprensible existencia y el papel que nos toca jugar en ella, su razón de ser y nuestra razón de ser, debemos desentrañar quiénes somos, por qué sufrimos y por qué estamos inmersos en esta circunstancia trágica que es el vivir, o el vivir incluso muriendo cuando amamos, o cuando, desviviéndonos, nos toca padecer y desgarrarnos, como tú, mi hermano, nos desgarras hoy en este ahora cruento que destruye y nos destroza. Toda la literatura ha levantado una trinchera frente a estos interrogantes que rondan por nuestro pensamiento desde milenios, una trinchera hecha de papel puesta en blanco al servicio de aquellos soldados que prefieren la tinta a tu dinamita, la pluma a tu fusil, la palabra a tu fuego, la eternidad a tu instante destructivo —sólo eres un instante execrable, además, en la historia de la humanidad—, el argumento a tu sinrazón, la paz a tu violencia, el espíritu a tu fuerza, la sensibilidad a tu odio, la duda a tu certeza de poderoso vanagloriado de tener razones que, sin embargo, son anacrónicas, el vacío a tu hipócrita plenitud de ocupar los territorios que no te pertenecen, la risa a las lágrimas de aquellos a quienes hieres, la inocencia a tu perversidad, porque en el alma del escritor ubicado en la trinchera de papel solo existe una valentía posible: armarse de valor ante la soledad, y desde ella hablarle a la humanidad (a ti también) y cantarle al oído, susurrando, que podemos triunfar dejando a un lado todo aquello que nos ciega o nos sobra, que nos hacemos fuertes no en la posesión de riqueza ni en el dominio de los demás, sino en el amor y en la libertad, y en la comprensión y cariño de lo que somos, nos crecemos en la superación de nuestra sombra dándole la luz, maduramos cuando nos hacemos sabios y comprendemos lo esencial, que siempre se reduce al amor, algo tan opuesto a la guerra. ¿Pero cómo puedes estar tan ciego, hermano mío? Todos los seres que pueblan la faz de la Tierra, los aires o el mar, ahora pobres y en la desolación, somos tus hermanos y nos matas cada día. A unos físicamente, y a los demás porque no podemos soportarlo más. ¿Nos oyes? Arrepiéntete, te lo pido por lo que más quieras. Deja de matarnos.
Putin, me gustas cuando callas porque estás como ausente y sin embargo quizás mi voz sí te roce. Calla tu fuego, aplácalo. Las palabras frente a las bombas. La trinchera del papel frente a la de alambre. Pregúntate quién eres desde ese lado de la trinchera a la que arrojo el valor de la palabra para que pienses en el dolor y la sangre que dejas desde la tuya. Calla ya. Nos estás haciendo daño. ¿No lo ves, hombre?