Dada la increíble riqueza del castellano, este artículo podría también titularse el despropósito, el desorden, el despiporre, el descontrol, el desfase, el disparate, el dislate, y así hasta una cantidad bastante considerable de posibilidades, sin abandonar la letra d inicial. Pero, tanto el contenido, como el hecho origen que ha dado lugar a esta reflexión, aconsejó a este juntaletras la elección del título que figura.
Que Madrid es una ciudad grande, incluso excesiva, no se le escapa a nadie. Que si anuncias un evento gratis, sea el que sea, y aunque no tenga canapés, ni vino español, la afluencia puede ser masiva, es también evidente. Que la cantidad de jubilados por evento gratuito tiende a infinito, es una variable a tener en cuenta. Que no por ser mayores, o personas de edad provecta, o maduros en edad de reverdecer, se puede suponer una mayor sabiduría por neurona, ni siquiera una capacidad mayor de civismo y convivencia, tampoco se puede descartar. Y que si juntamos todo se produce, casi inevitablemente, la absurda barahúnda, o baraúnda, que ambas están admitidas, que yo viví ayer a la tarde con motivo de un concierto de piano, gratuito, se da por descontado.
¿Qué no sería por eso? Pues seguramente no, pero como todas las historias, salvo Rayuela, y alguna más, se suelen empezar por el principio, esta empieza por la convocatoria de un concierto. Tal cual. Pero seamos más precisos. El cartel anunciaba el X Festival Internacional de Música Clásica, Caprichos del Romanticismo, patrocinado por la Fundación Katarina Gursca, y el primero de cuatro conciertos ofrecía varias obras de Chopin, Albéniz y Schumann, interpretadas por dos jóvenes pianistas. Hasta aquí, todo bien. Lugar, Museo del Romanticismo, entrada libre hasta completar aforo. Sí, sí, entrada libre. Hora de comienzo: las siete de la tarde. ¿Aforo? Pues el aforo, el que hubiera en el recinto, que en ningún lugar se especificaba el tal dato.
Mi amiga Asun, llegó a las 17.20, y ya no era la primera. No es que tuviera intención de llegar a aquella hora, no, fueron los hados del transporte público que en forma de vientos favorables y cruces propicios, convinieron en permitir la realización del trayecto en un tiempo inusitadamente corto, de record, se podría decir.
Cuando yo llegué, que serían las dieciocho veinticinco, no habría menos de trescientas o cuatrocientas personas, y la cola, serpenteante y caprichosa, estaba a punto de cerrarse sobre sí misma; en vez de avanzar en cualquier otra dirección, avanzaba inexorablemente a juntarse con la cabeza, como si un Ouroboros vocacional estuviera jugueteando a reproducirse, y empezaba a amenazar problemas. Ya habría, más de seiscientas personas, alguna de las cuales, pocas, bajaba de los sesenta años.
Serían ya las siete menos cuarto, y la puerta se mostraba tan inaccesible, inconmovible e imperturbable, como el resto de la fachada del precioso palacio. Y ya empezaban a oírse a los primeros declamadores, reivindicadores y justicieros de rigor, preguntando por qué aquel, o el otro, o la de más allá, estaba donde estaba, y cuando había llegado. El día era de un sol implacable, pero la tormenta parecía estarse formando en aquella plaza. Unos cuantos líderes del tumulto empezaban a reclamar atención, por supuesto en su favor, invocando un rigor que ellos mismos conculcaban con su actitud, y con sus reivindicaciones.
Se cuestionó a una señora que tuvo que aportar su carné de movilidad reducida. Se cuestionó a una de las organizadoras, al novio de la intérprete, e incluso a algún viandante que se paró a preguntar para que era aquello. Todo el mundo estaba bajo sospecha. Al menos bajo la sospecha de los que sospechosamente se arrogaban, sin otra credencial que su capacidad de alzar la voz, demasiado y a destiempo, el papel de vigilantes de la cola. Nada que ver con los de la playa, que conste. Entre otras cosas porque en Madrid, como todo el mundo sabe, no hay playa. Vaya, vaya.
Sobre las siete cincuenta, en un movimiento puramente preventivo, la cabeza de la cola se desplaza hasta la puerta del palacio, aún cerrada a cal y canto, para evitar que el final de la incontrolada cola absorbiera esa cabeza, y lo que era un caos se convirtiera en un desmadre. Que se convirtió, porque los vigilantes de la cola, sí, los ya mencionados, decidieron que los que se habían movido hasta la puerta en realidad habían abandonado la cola, o nunca habían estado en ella, o sí, pero no, pero depende porque a gritos, cada uno defendiendo un argumentario igual de disparatado, pero variado de contenido, pretendía imponer sus sinrazones. De repente, en medio del tumulto, una voz preclara, y muy alta, se autonombra la primera de la cola. Vestido estampado en verde y blanco, abanico en mano derecha, y una jeta de cemento armado, se corona como líderesa del movimiento escindido, llamémosle así.
Ya en ese momento, las siete menos tres minutos, con la puerta ignorando el hueco que había tras ella, los aledaños del palacio bullían. La gente bullía. Las cabezas bullían en busca de una mejora en su posición en la cola, y los pies bullían porque el calor amenazaba con empezar a derretir el asfalto, como en la famosa obra de “Historias Para no Dormir”, de nombre idéntico.
Serían las siete y cinco, tal vez y diez, cuando la puerta pareció apiadarse de los “coleros”, y mostró su umbría acogida. Ignoro, ni siquiera por aproximación, cuanta gente esperaba turno, incluso, en un alarde de inocencia que nadie compraba, algunos arribistas de última hora pretendían camuflarse entre los primeros. Vano esfuerzo. Lo vigilantes gritaban, iban y venían a lo largo, tal vez a los largos, de la cola, señalando con dedos de señalar mucho, a los intrusos. Incluso a los que no lo éramos.
Y como todo llega, al menos el fatalismo así lo señala, llegamos, casi inopinadamente, casi más empujados que transcurridos, a la recoleta sala que presidía, sobre una tarima frontal, un piano. El aforo, ese que referenciaba el programa, pero que nadie había especificado, ni puesto en conocimiento de los desesperados esperantes, cien personas. Descontados patronos, organizadores y otros con derecho a primera fila, cabían noventa. La primera oleada, y, afortunadamente, única, de espectadores ávidos del fresco del lugar y de, supongo, música, en torno a los doscientos. Gente sentada en el borde del escenario, en los suelos de los pasillos, incluso, me pareció ver por un momento, alguien debajo del piano. Pero puede que no fuera cierto.
El caso es que el aforo, el bendito aforo, estaba sobrepasado, duplicado, abrumado. Al parecer, oh desatino, nadie en la puerta se había preocupado de contar los que entraban, hasta que se hizo evidente que no cabía más gente, ni siquiera en el vestíbulo.
Serían las siete y veinte de la tarde, hora, por cierto, nada taurina, incluso, insulsa, cuando alguien de la organización pidió silencio, y, en contra de lo esperado, el comienzo del concierto, conminó a todos aquellos sentados en lugares improvisados, y a los que estaban de pie, a abandonar la sala, porque hasta que lo hicieran no comenzaría el concierto. Voces airadas, lenguajes corporales con el inequívoco mensaje de “de aquí no hay quién me mueva”, y algunos, pocos, que abandonaron la sala mirando hacia los que no lo hacían, remolones, buscando una última oportunidad de quedarse. “Si ellos se quedan, nosotros también”
Ya las siete y media eran parte del pasado, cuando apareció por el pasillo central una persona con uniforme, un guarda jurado del museo, que, con más voluntad que acierto, y tono oficialista, avisa de que el aforo del lugar, al fin alguien da el dato, es de cien personas, y que hay cien sillas justas, y que por tanto, solo pueden permanecer en la sala aquellos que tienen asiento. Al fin, y ante la explicación, aunque de mala gana, la mayor parte de los no aforados, permítaseme la chanza nominal, abandonan el recinto, pero otros siguen negando su abandono, llegando, algunos a esconderse entre las sillas, agazapados, expectantes, y ridículos. Tanto a más ridículos que los que se levantan a señalar, como si hubiéramos vuelto a la infancia y decidiéramos jugar al escondite, a los escondidos, que descubiertos y frustrados se levantan en actitud desafiante. Destacó en este juego vindicativo, la dama de estampado verde y blanco que ya se había señalado a sí misma como primera de la fila, y que completaba, con esta actitud, un perfil personal de profunda antipatía, al menos por mi parte.
Tal vez ya se marcaran las ocho de la tarde cuando la primera intérprete inició una pieza de Schumann, con algunos remolones asomados, por la parte de fuera, a la puerta de acceso al teatrillo, aunque para teatrillo, convengamos, el suyo.
Lo sucedido, sucedido está, pero sería bueno, para futuras ocasiones, un poco más de organización, un poco más de información, un poco más de agilidad en la gestión popular del acceso, un poco más de conciencia de lo que puede significar una convocatoria de un evento gratis en una ciudad excesiva.
Yo, por si a alguien pudiera interesar, o aprovechar, ahí lo quedo.