Este año se está conmemorando el segundo centenario del nacimiento del autor de ‘Las flores del mal’, célebre libro de poemas que Charles Baudelaire publicó cuando tenía 36 años y que le supuso ser llevado ante un tribunal de justicia, acusado de ultraje a la moral pública. Se le condenó a retirar de su obra algunos poemas y a una multa económica; aquella censura no se retiró hasta pasada la Segunda Guerra Mundial.
Baudelaire hizo abundante crítica literaria y musical, también de pintura y escultura, y fue un traductor memorable de Edgard Allan Poe. Poco después del escándalo referido, escribió ‘El Pintor de la Vida moderna’, un ensayo que le costó publicar y que salió por entregas en Le Figaro, un periódico entonces de modesta tirada, ocho páginas y bisemanal (así lo leo en la introducción de Silvia Acierno y Julio Baquero a este libro) y que influyó con inquina en su condena por ‘Las flores del mal’; una extraña compensación, ciertamente.
Preocupado de forma obsesiva por viajar a través del desierto humano, a Baudelaire se le ha atribuido la noción de modernidad. Según escribió, perseguía donde fuera “la belleza pasajera y fugaz de la vida actual, la esencia de lo que el lector nos ha permitido llamar modernidad”. Lo hacía en la creencia de que cada época acaba imponiendo a su alrededor un porte, una mirada y un gesto, y de que el tiempo deja una marca en nuestras sensaciones.
Baudelaire divagaba sobre dandismo, moda y atuendos, y de la fatuidad inocente y monstruosa que luce en muchos rostros y miradas, y que parecen expresar la felicidad de existir (en realidad ¿para qué viven?, se preguntaba con desdén o quizá era sólo una inevitable amargura). Aludía también al maquillaje y la estética de la gente que no piensa. Y sentenciaba que la sencillez embellece la belleza.
Por otra parte, anotó en sus escritos que quien se acerca a la antigüedad como materia de estudio y se embebe en ella, lo hace a costa de la memoria del presente. De este modo, se descuelga del valor que nos reservan las circunstancias presentes y pierde su modernidad; pero también, podríamos decir, su capacidad de relación con quienes le rodeen.
En cualquier caso, cabe resaltar que Baudelaire hablaba del arte de captar y extraer de cualquier cosa lo eterno de lo transitorio; en definitiva: lo digno de transformarse en clásico, lo poético, bello e imperecedero que se esconde y permanece oculto. Estamos, pues, ante una tarea de desvelo; siguiendo un anhelo de ideal.
Para tal misión, el trabajo de imitar la sola naturaleza resulta estéril. Pero no hay duda, insistía, de que hay un idiotismo ligado a cada oficio, envuelto en el automatismo alienador y ajeno al sabor intenso de una ensoñación.
En las páginas de ‘El Pintor de La Vida moderna’, afirmaba que la convalecencia nos retrotrae a la infancia. Y que: “Nada se parece más a lo que llamamos inspiración que la alegría con la que el niño absorbe la forma y el color”; sucede que el hombre de genio tiene nervios sólidos y el niño los tiene débiles, y, con un espíritu analítico formado, puede ordenar el conjunto de materiales que ha amasado sin saberlo. Y el autor de ‘Las flores del mal’ sentenciaba: “El genio no es más que la infancia recobrada a voluntad”.
Llegados a esta conciencia, es posible estar fuera de casa, y sin embargo “sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, estar en el centro del mundo y permanecer oculto para ese mundo”. ¿Merece la pena absorber esta reflexión y llevarla a la práctica? A fin de cuentas, ¿importa que un mundo que tú observas con razón y trabajo, con acierto y belleza creciente, no te reconozca ni valore?
A mayor madurez y seguridad en sí mismo que tenga un autor, menos le importará. ¿Qué más da? Como dice Lao Tse: “Persigue la aprobación de la gente y serás prisionero. Haz tu tarea, después retírate”.
Baudelaire murió sifilítico, con 46 años de edad.
“La naturaleza es sabia”, o eso suele decirse. La infancia es un estadio, proceso natural, hasta cierto punto considerando el contexto actual (año 2021) y, al menos, comparándolo con el proceso, o estadio, de la adultez. La frescura es natural. La imaginación, la creatividad y la curiosidad también lo son. Ciertamente, aspectos de la psique y de la conducta del ser singularmente valorados por genios como el propio Albert Einstein. Un abrazo.