
I.
Los rituales siempre alcanzan ese clímax que tanto gusta a ignorantes y moribundos; un gratuito y consolador recuerdo, anegado de dientes postizos con sabor a liquido cefalorraquídeo. Sentados sobre un suelo arenoso, los fieles hunden sus culos, buscando ese perfecto círculo que haga de ellos, protagonistas de un documental acerca de la inmortalidad. No saben que la mentira es la forma que llora por todos nosotros.
II.
No hay nada más trascendente que la propia intrascendencia; esa serie de pequeños deshechos de rutina, hastío, ceros y olvido que se amontonan en los trasteros de las casas, en el aire viciado de un pitillo, o cualquier otra parte en donde los ácaros meditan.
Cada vez que alguien dobla una esquina, un diminuto copo de intrascendencia cae al suelo. Y yo me alimento de ella; por eso tengo ganas de seguir viviendo a su lado.
III.
No puedo esconder en ningún lugar, la madurez que se alberga en un cuerpo exento de pronósticos; el mio. Antes, en los necios espejos de los aseos publicos, controlaba a la vista del mundo, la casuistica de mi existencia; pero ahora, ahora no soy capaz de fingir en el reflejo mirado de otros. El brillo se ha perdido y con él, las hermosas protuberancias que adornaban el pabellón dorado de los héroes.
¡Me encanta, Carlos!