En realidad asomado a la galería que en la casa de mis tíos abuelos Toñito y Marina -en la práctica abuelos- se abría sobre la Plaza Mayor. Aquella galería en el edificio que se alzaba sobre la joyería de Espino, al lado de la Casa de los Lentes, sobre el espolón y que atravesaba un espacio habitable para rematar en dos balcones sobre la Plazuela de La Magdalena, era el televisor frente al que discurría la vida de la ciudad, las fiestas, las procesiones, el ir y venir que durante horas contemplábamos sin cansarnos. Nunca viví en ella más que temporadas, pero difícilmente habrá ninguna otra casa que haya sido tanto la casa que recuerdo, la que sueño, la que salta siempre a mi mente cuando pienso o fabulo un hogar.
Aquel hogar que sin ser el mío fue tan mío, que ocupa en mis recuerdos más espacio que mi propia casa, me vio crecer a trancos y puso a mi alcance un mundo que en Madrid me era insospechado y me dio acceso a conocer un grupo de personas que aún hoy, cuarenta años después, ocupan en mi memoria y en mi corazón un lugar destacado.
Entre La Alameda, el espolón de la Plaza Mayor, la Plazuela de la Magdalena y el Montealegre transcurría nuestra vida en esos meses de julio y parte de septiembre de los ultimos años de la década de los sesenta, y en esos paisajes nos fuimos transformando casi sin sentir hasta convertirnos en pre-adultos.
Miguel Dapía, Manolo Álvarez, Tolas (José Luis), José Manuel Díaz al que en realidad llamábamos, con cabreo por su parte, Xeixadelo, Modesto, alias pollita, Florencio, más conocido como Pocholo, Tomás y las niñas: Ángeles Sampayo, Teresa Iglesias (Teté), Manuela Iglesias (Nela), Anabel Álvarez, Viqui, Belén Ferreiro, María José, la pelirroja, y otras personas que a veces se unían a nosotros, mi hermana Marisa, Lalo, Miguel, Maena. Un grupo nutrido que entre los trece y los dieciséis o diecisiete años hicimos un recorrido que nos llevó a jugar como niños, oír música como adolescentes, enamorarnos como jóvenes y beber y fumar como adultos –presuntos-, todo al mismo tiempo. Cada rol tenía su momento y cada momento exigía su papel.
Recuerdo especialmente las tardes de Montealegre en las que jugábamos al escondite por parejas, que tampoco es que nos escondiéramos mucho porque estaba rigurosamente prohibido buscar y encontrar a las parejas formadas, y que al declinar la tarde ya cubierto el cupo de caricias y besos, no mucho más, nos reuníamos y departíamos y compartíamos puyas a los no encontrados, insinuaciones a los candidatos a no ser encontrados, y chanzas para los eternos no buscadores. Y a veces, solo a veces, también compartíamos una botella que alguno se había encontrado extraviada en su casa. Normalmente Manolo porque su padre era representante de licores.
Eran tiempos sin televisión, sin consolas, tiempos de brasero, parchís y mesa camilla en invierno y de persianas bajadas en verano hasta que pasaban las horas fuertes de la tarde para salir. Esa hora que no marcaba ningún reloj si no el heladero de la tristemente desaparecida “Ibense” al tomar posesión de su esquina en la inserción de la calle de Lamas Carvajal en la Plaza Mayor. Se subían entonces las persianas, se solapaban las hojas correderas de la galería para dejar el mayor espacio abierto posible y llegaba el momento de juntarse en el espolón o en la plazuela y pasar unas horas de juegos, infantiles unos y otros algo menos.
Posiblemente, casi seguro, también hubo amarguras, renuncias, desencuentros. Posiblemente, con toda seguridad, el correo que regularmente iba y venía entre ese Orense Central, y el Orense de extrarradios que yo vivía a quinientos kilómetros del principal, no solo contenían buenas noticias y galanteos, también otros sentimientos: envidia cuando te contaban los magostos, algunos celos si te contaban algo referente a aquella pareja lejana, pero tan sentida, ansiedad cuando contabas el tiempo para volver…, pero nada de todo eso ha dejado en la memoria la impronta de los momentos felices, de los momentos plenos de juegos, besos y emociones.
Sí, asomado a aquel mirador al corazón de la ciudad, que bombeaba ciudadanos por sus bocacalles, puedo ver pasar ante mí, traídos desde mi memoria, muchos de los momentos más felices que haya podido vivir, y, sin duda, muchos de aquellos en los que me he sentido más amado.