“Solemos llamar tradición a un error que ha envejecido”, decía lord Bertrand Russell. Eso se vuelve particularmente notorio cuando entramos en el proceloso mundo de las creencias.
Acababan de elegir Papa a un argentino, y además jesuita, y mi hermanito José Luis entró en ignición. Se puso muy nervioso y me puso de los nervios también a mí. Fue una presión descarada. Se empeñó en que, en la revista en que yo trabajaba entonces (que se ocupaba, en lo esencial, de política y economía), publicásemos la carta astral del papa Francisco, que él confeccionaría con todo esmero.
A mí se me pusieron las orejas de punta, como a los pastores alemanes, porque tenía malas experiencias –muchas malas experiencias– con esos asuntos. Pero José Luis era mi hermanito y yo lo quería mucho, cómo no; y a él le apasionaba aquello de la astrología y de más está decir que se puso terriblemente pesado. Tanto que accedí (tragando saliva) a proponer a mis jefes aquello de la carta astral del Papa. Todo por hacer feliz a José Luis.
La cara que me pusieron fue de las que no se olvidan. En aquel despacho, tres pares de ojos mirándome con una mezcla de preocupación y profunda lástima. La voz del director: “Luis, tú siempre has sido un tipo de fiar, ¿cómo se te ha ocurrido esto? ¿En qué andas metido, muchacho?”.
Yo reaccioné como un miura. A ver, por qué no. A mucha gente le interesan esas cosas. Por qué no dar una versión distinta. Por qué no ser un poco originales, que todo el mundo está publicando lo mismo del papa argentino. Además, mi experto –José Luis, que era mi hermanito querido; esto no se lo dije a mis jefes, claro está– es un científico, un tipo serio, un estadístico que sabe lo que dice, no es ningún pelagatos. Y por fin cogí aire: “Pongo la mano en el fuego por él”.
Ustedes saben tan bien como yo lo peligrosa que es esa frase. A José Luis yo lo quería muchísimo, cómo no, ¡era mi hermanito!, pero la verdad es que no sabía demasiado sobre él. A pesar de eso, me la jugué. Puse la mano en el fuego y olvidé que, cuando haces eso, te quemas cuatro veces de cada cinco.
Cité a José Luis en mi casa (vino con la carta astral impresa) y le dije: “Ahora me vas a explicar por qué tengo que creer todo esto que me estás contando. Qué tiene de científico, qué tiene de serio, dónde está el método y por qué funciona. Me tienes que convencer a mí, hermanín, y se trata de mi trabajo: me la he jugado por ti y tenías que ver la cara que me pusieron. Si no lo consigues, yo te voy a querer igual pero no habrá artículo”.
Es imposible resumir lo que dijo porque estuvo hablando más de tres horas, siempre muy nervioso y muy apasionado, y mezclando sus afirmaciones y sus hipótesis con una jerga extraña que él sabía que yo no entendía, llena de quintiles y sextiles y trígonos y decanatos ascendentes y descendentes. Pero básicamente se trataba de esto: cuando en el mundo (en la historia grande o en la vida de cada uno) se producen determinados acontecimientos, los que sean, eso coincide con una ubicación concreta de los cuerpos celestes. Cuando acontecimientos muy parecidos coinciden con situaciones estelares iguales, eso crea un patrón. Así es posible predecir que, ante determinada situación de los astros, tenderá a ocurrir esto o lo otro.
–Entonces ¿tienen los astros influencia directa y constatable sobre las personas? –pregunté yo.
–Sí. Bueno. En general, sí. Básicamente, sí, –carraspeó mi hermanito.
–Pero vamos a ver, José Luis. Los acontecimientos que pueden sucederle a cada persona, multiplicados por el número de personas que han existido, son virtualmente infinitos. Los cálculos, para ser fiables, tendrían que ser de miles de millones de casos y eso es imposible. Ante una misma (o parecida) situación de los cuerpos celestes, suceden cosas totalmente diferentes. No veo cómo se puede sacar un patrón creíble de todo es…
Y entonces me fijé en su cara. Me estaba mirando con un ansia que partía el corazón. Me estaba diciendo, sin decirlo: “Ya lo sé, pero finge que te lo crees, por favor; hazme creer que te he convencido o me sentiré muy mal”. Bajé los ojos, sonreí y dije solamente: “De acuerdo. Esta noche lo escribo”.
Publicamos el artículo. Una sola página, no me dieron más, y de misericordia. Me llevó años convencerme a mí mismo de que había logrado recuperar el respeto de mis compañeros de trabajo, aunque de eso nunca llegué a estar seguro del todo. Yo quedé seriamente desacreditado en la revista. Eso sí, mi hermanito José Luis estaba feliz. Y yo también, claro, porque lo quería mucho. Así fue durante bastante tiempo.
Miren ustedes: todos nos hemos encontrado alguna vez con el señor o la señora que se sienta a tu lado en la terraza veraniega, de noche, copa de por medio, pone una sonrisa empalagosa y empieza a hacerte preguntas raras: dónde naciste y en qué año, cómo te llevas con tus padres, por qué te gusta la historia, cuáles son las plantas que tienes en casa, qué te habría gustado ser en la vida, yo qué sé. Y al final, cuando ya te está poniendo un poquitín nervioso el interrogatorio, se acerca, intensifica su sonrisa y susurra: “Oye, y tú… ¿de qué signo eres?”.
Yo contesté impertérrito y ella (porque era una chica) estalló, triunfal: “¡Claro! ¡Claro! ¡Estaba completamente segura! ¡Aries tenías que ser! ¡No podías ser otra cosa más que Aries! ¡Eres un Aries típico!”. Y yo, que había mentido con toda mi sangre fría porque no soy Aries, qué lo voy a ser, seguí sonriendo con mi mejor educación de los jesuitas de León y recordé la frase del Eclesiastés: Stultorum numerus infinitus est, el número de los tontos es infinito. Esa fue una de las experiencias que tuve con la astrología antes de la engatada en la que me atrapó mi querido hermanito José Luis. Al que quería mucho por entonces.
Otra, si me lo permiten. Hace muchos años, cuando yo era joven y delgado, trabajé durante dos meses en un diario de Mallorca. De becario, por supuesto. Mi llegada al periódico coincidió con las vacaciones de la señora que cada día hacía el horóscopo, una mujer ya de cierta edad que se vestía de una forma muy llamativa: una mezcla entre Yoko Ono y Aladdin, para que se hagan ustedes una idea. El director nos convocó en su despacho a tres o cuatro y nos dijo: “Sandra se va de vacaciones pero el horóscopo no puede dejar de salir, porque es una sección que tiene mucho éxito. Así que lo vais a hacer vosotros. Os lo repartís, un día cada uno. Y calladitos, ¿vale?”.
Las carcajadas debieron de oírse en la península, pero lo hicimos. Y lo hicimos todos igual: vaticinábamos para nuestro propio signo venturas sin cuento, riquezas, loterías, amores fascinantes, medallas olímpicas y premios Nobel, y a los demás les preveníamos sobre terribles enfermedades que se les venían encima, accidentes, despidos, visitas de la familia materna y aparición en carne mortal de inspectores de Hacienda. ¿Saben qué? Nadie se dio cuenta de la suplantación. Los lectores seguían enviando consultas personales, ruegos a veces patéticos, peticiones de ensalmos y brujerías, como siempre. Pobre gente.
Vamos a ver. Todo esto se trata de una creencia, no de una ciencia. Mi opinión, formada con esas experiencias y con muchas más, y con no poco interés por la astronomía desde que era niño, es que todo eso de la astrología pertenece al mundo de la fantasía o, si acaso, al de la fe. Y ahí puede uno hacer lo que quiera: creer o no creer, y eso no convierte a nadie en mejor ni en peor persona. Hay creyentes (en lo que sea) admirables, lo mismo que increyentes, escépticos o ateos. Y en ambos grupos hay también perfectos canallas. Uno puede creer en la Virgen María y en San Roque, en Superman, en el tarot, en Diego Armando Maradona (como tantos argentinos), en la influencia de la luna cuando está el Géminis, en los hombres lobo o en lo que le dé la gana. Allá cada cual. Son creencias. No certezas. ¿Ayudan a vivir las creencias? Suelen hacerlo, depende de lo que uno busque y de con qué se conforme. Pero las creencias se basan en dogmas. Y los dogmas, intocables, limitan las posibilidades del conocimiento. Aunque los dogmáticos digan que no, casi siempre airadamente. Porque esa es una de las características más singulares de los dogmáticos: que, cuando cuestionas sus ideas o creencias, se lo toman como un ataque personal, una agresión a ellos. Y esto pasa con los dogmáticos de las creencias lo mismo que con los de las increencias…
No hay nada más, seamos serios. No hay pruebas, demostraciones ni certezas de que los astros influyan en el comportamiento humano. Que uno haya nacido en una época del año o en otra distinta (es decir, que tenga un signo astrológico u otro) no influye en absoluto sobre su forma de ser, es imposible demostrar eso. No es lo mismo predecir un eclipse o una marea viva (algo que los matemáticos llevan haciendo desde hace milenios) que asegurar que el papa Francisco va a tener problemas de estómago o que quizá sufra un atentado porque así lo profetiza su carta astral, que es lo que me hizo escribir, aquella desdichada vez, mi hermanito José Luis. Al que yo quería mucho porque para eso era mi hermanito, no sé si lo he dicho ya. Pero el pobre no acertó ni una.
Las constelaciones no existen. Son dibujos en el cielo que mucha gente inventó hace milenios, porque era lo que veía cada noche antes de entender mínimamente cómo funciona el universo. Pero las estrellas que las forman no tienen absolutamente ninguna relación entre sí (salvo que a todas las mueve la fuerza de la gravedad, claro), como demostró por última vez la sonda espacial Gaia: ese aparato prodigioso, que orbita alrededor del sol a 1,5 millones de kilómetros (el famoso punto de Lagrange 2), ha hecho un gigantesco mapa tridimensional de nuestra galaxia, la Vía Láctea, y ha determinado con toda precisión dónde están y en qué dirección se mueven unos 2.000 millones de estrellas, el 2% del total de nuestra espiral celeste. Una de las constelaciones más conocidas (y más hermosas), Orión, tiene un “cinturón” de tres brillantes estrellas, Alnilak, Almitak y Mintaka, que nosotros vemos juntas y alineadas. Pero en realidad no lo están. Las distancias entre ellas son tan gigantescas (cientos de años luz) que es disparatado pensar que unas influyan en otras, y muchísimo menos cualquiera de ellas sobre nuestro comportamiento. Eso, sencillamente, es pura fantasía, quizá poesía, pero no es verdad. Aunque haya mucha gente buena que se lo crea. Y con los planetas pasa lo mismo. Pero ya me estoy extendiendo demasiado.
La diferencia entre la astrología y la astronomía (llegó antes la astrología) es que la segunda se propone describir con la mayor exactitud posible lo que hay y cómo funciona, sin ponerse a interpretar nada ni a hacer vaticinios. Los antiguos griegos o caldeos no sabían que existía la galaxia de Andrómeda (la más cercana y peligrosa de todas: viene para acá) porque no tenían un catalejo. Veían solamente, con sus ojos, unas 1.500 estrellas. En la otra punta está el telescopio James Webb, que acaba de empezar a enviar imágenes increíbles y que probablemente va a cambiar buena parte de lo que sabemos del universo. Entre una cosa y otra hay un mundo progresivo de conocimientos y evidencias cada vez más perfecto y exacto. Las leyendas y fantasías que hoy sigue usando tanta gente (muchos de ellos auténticos embaucadores, como mi exquerido hermanito José Luis) se están quedando viejas y cada vez más desacreditadas. Cuando la luz del conocimiento avanza, las nieblas de la fantasía se van desvaneciendo.
Los egipcios antiguos atribuían la crecida del Nilo a la aparición de la estrella Sirio en cierta época del año. Eso es lo mismo que decir que el sol sale porque canta el gallo: no es verdad. Aunque lo dijeran los egipcios. Deberíamos admitir, sobre todo algunos, que no todo lo antiguo es forzosamente bueno, ni cierto, ni útil. Que navegar, a veces durante años, por antiguos saberes, códices, teorías y tradiciones puede ser muy interesante y puede llevar al navegante a un mejor conocimiento de sí mismo, pero… no necesariamente a ningún hecho cierto, a ninguna realidad. Por más que él crea que sí. Decía Bertrand Russell que con frecuencia llamamos tradición, y como tal lo veneramos, a un error que ha envejecido. Nos lleva pasando desde el paleolítico, desde que los chamanes convencieron a la tribu de que si pintaban un ciervo en la pared y le tiraban flechas, luego matarían al ciervo en el monte. No tenía nada que ver con la realidad, pero lo cierto es que acababan matando ciervos, por eso sobrevivieron. Esa suerte tuvieron los chamanes.
Un amigo –más que amigo– muy querido, por el que tengo sincero afecto, me contaba hace algún tiempo, con cierto punto de orgullo, que ha dedicado cinco años de su vida a estudiar astrología. Yo seguí sonriendo y me callé cuidadosamente lo que estaba pensando: “¿Y por qué no te dio por estudiar alemán, por ejemplo?”. Pero no lo dije por una buena razón: lo importante no es eso. Lo importante es que yo sea capaz de conversar leal y sinceramente con mi amigo, al que quiero mucho y por el que siento un profundo respeto, pasando por encima de sus creencias. Y que él haga lo mismo conmigo, aunque me tenga por un “racionalista radical”, como él dice con cierto cachondeíto, y por un escéptico peligroso. Yo creo que no lo soy, al menos peligroso; lo que pasa es que no me gusta que me tomen el pelo ni que traten de hacerme comulgar con ruedas de molino. Pero lo importante, lo que cuenta, es que seamos capaces de convivir y de aprender el uno del otro. Ese es el objetivo fundamental. Yo lo llamo fraternidad. Nuestras creencias o increencias son secundarias, porque el ser humano es más, mucho más, de lo que le acaban metiendo en la cabeza. Sea lo que sea.
Les dejo. Dice mi horóscopo que hoy haría bien en descansar. Así que a ello me dispongo. Por cierto, ¿cómo lo habrá adivinado el horoscopero? Es prodigioso esto, ¿verdad?