Me encantaría poder hablar con la niña que fui para explicarme todo lo que no entendí entonces, abrirme los ojos a las creencias erróneas, rellenar mis carencias de concepto, mostrarme las diferencias entre lo importante y lo accesorio; infundirme la certeza de que a pesar de los días malos, las malas decisiones o algún fracaso, mi futuro seguía dependiendo de mí y no de mi entorno ni de mis circunstancias; y hacerme saber que aún guardaba mucha fuerza para superar aquellos y tantos otros obstáculos que vendrían.
Eliminaría de mi infancia el mensaje manido que afirma que “hay que ser valiente” y me diría que es mejor ser terrenal que divino, que el miedo nunca se gasta porque en la vida siempre hay algo nuevo que temer pero que sirve para sentirse alerta, para no abandonarse a la desidia, para perseguir algo más grande y para crecer; me animaría a confiar en mí misma, a arriesgar y a equivocarme con la determinación de progresar; y me mostraría que el progreso es lento, que el esfuerzo es satisfactorio y que cuando se busca reconocimiento ha de ser el propio y no el de otros; otras veces me animaría a decir “ayúdame”, a buscar el favor ajeno que nos invita a aceptar que no somos perfectos y que nos hace humildes.
Buscaría heridas de lealtad, decepciones por apegos, aflicciones y desánimos y me diría que no tiene sentido esperarlo todo de los demás sin exigirse a uno mismo.
No intentaría convencerme de que “hay que ser feliz” ni de que “todo tiene que ir bien” pero me haría comprender que para ser feliz es necesario fluir con las desdichas, que llorar es maravilloso y que no solo llorando se desagua el dolor, sino también destilando de cada adversidad una sustancia llamada aprendizaje.
Hoy miro desde los ojos de la niña que ha crecido y no me soy desconocida porque he buscado en mis orígenes y comprendo que mis motivaciones justifican mi conducta.
Hoy sé que no debo juzgarme ni perseguir ser perfecta pero que todo se vuelve perfecto cuando entendemos que la vida no se queda quieta, que todo cambia y de todo aprendemos y que lo que nos ata a la felicidad son los abrazos.
Hay que abrazar a la vida con sus vaivenes, a los demás con sus defectos y a uno mismo con lo bueno, con lo malo y con los miedos.