ANATÓMICO FORENSE

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Mejuto Díaz, de nombre Incierto, apareció en su dormitorio con el cuello roto. Esferado como una cochinilla, el forense no dudó en aseverar que «La muerte le sobrevino sin lugar a dudas, por el deseo de absorber con fruición su propio pene. Llegó a hacerlo, consumando su extraño deseo, eyaculando dentro de su propia boca. A simple vista, las convulsiones del orgasmo, le llevaron al arqueo letal de su columna, produciéndose una ruptura de la misma, de todo punto mortal.  No sufrió en modo alguno. La muerte fue instantánea.»

Hubo problemas para introducir el  cadáver de Incierto en las cámaras frigoríficas del Anatómico Forense; hecho un pangolín, más remedio no hubo que, estirarlo a la fuerza, rompiendo algunos de sus miembros y articulaciones, entrando al frío después de dos horas de esfuerzo por parte de los celadores.

Y allí quedó Mejuto por ese espacio largo y recto que otorga la ausencia, dejándose olvidar por un mundo que nunca le había querido demasiado.

En ese nicho «no frost», se quedó el cuerpo del hombre de los veinticuatro centímetros, junto con el último pensamiento que se quedó colgando de su cerebro justo antes de troncharse como un palillo plano, acompañado de otros ocho cadáveres tan irreales como él.

Tres meses después, llegó la orden del juez; aquellos nueve yacentes a la fuerza, al no ser reclamados por nadie, ni ser objeto de ninguna investigación criminal, debían de ser donados a la Facultad de Medicina para uso de un estudiantil y dudoso saber.

Ayuso, el dispuesto ayudante del forense, trepa, narcisista y necrófilo, fue el nocturno encargado del transporte de aquellas efímeras estatuas. Uno a uno, fue sacando aquellos nueve cuerpos inertes del colmado de los congelados, colocándolos en un tres por tres en la sala de autopsias.

Y el Rey de los empalmados entró gratuitamente en ese estado onírico que precede al erecto deseo de la carne muerta, y al punto, enarbolando su cuerpo cavernoso, retiró con fuerza la mortaja que cubría el quebrado cuerpo de Mejuto Díaz y su ya descongelado postrero pensamiento.

Y el telón de un cierre, echó pestillos tras un grito que curvó algo más que el tiempo.

No hubo explicaciones ante la estampa matinal de diez finados ovillados; virutas de madera unidas como peces enganchados por la boca, a través del fálico anzuelo del contiguo; a excepción de Ayuso que vivo, desnudo y con el pene amputado, hacía de sus ojos un plato, mientras se desangraba en una esquina de la morgue y señalaba aterrado al nuevo cuerpo de miriápodo que los nueve yacentes habían creado.”

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