Mis emociones han sido mi ego. A mi gran ego le disgustaba mucho admitir errores o equivocaciones. Mi mente no estaba preparada para enfrentar contradicciones y le molestaba que alguien desafiara mi identidad.
A medida que crecí como prójima, mi ego también se hizo más fuerte y, más que esta miseria, me pesaban sus cadenas.
Sí, era capaz de adaptarme a las circunstancias fácilmente, pero pensé que debía ponerme en el camino del amansamiento del ego, porque en el hay superficie y hay fondo, pero como en el mar: 95% del fondo marino está todavía sin “mapear”…
Así me embarqué, sin saber nada de lo que iba a sucederme, en un viaje simbólico. Allí me encontré cara a cara conmigo misma frente al espejo y comencé por conocer, comprender y aceptar mis emociones para amansar mis sentimientos.
Separar los sentimientos de la testa… Mi ego quería controlar mi mente: le encantaba sacar a la luz la entretela más oscura que tenía, me exponía a la furia tras mis tragedias; solo estaban las voces negativas de mi mollera, a mi ego no le gustaba dormir o verse reducido al silencio.
Aprender mutismo más que una disciplina es una enseñanza que me calmó, me educó en el arte de estar y me convirtió en una escuchante, es decir, prestaba atención a lo que oía.
Un mal día para tu ego es un gran día para tu alma. Tuve que descifrar qué era la tolerancia para aprender a ser humilde, que no necesitamos vivir para los aplausos o para impresionar a nadie. Me desprendí de mi máscara social.
Comencé a ser honesta en mis elecciones, abracé mi estado de vulnerabilidad emocional conociendo mis propias fallas. La vida como camino y no como destino.
Sigo aprendiendo a escuchar y controlar mis emociones. Antes, solía barrerlas debajo de la alfombra. Era más fácil y acogedor. Ahora, en algunos momentos, realizo este ritual en mi cabeza para dejar mi ego en la puerta.