Dejadla como está…¡cerrada! No llaméis, por favor. No hay salidas ni entradas. Me sobra con una pequeña ventana para recordar que con la luz tengo bastante. Porque el sol no os pertenece. Las guerras, todas, individuales y colectivas… las que desatan el hambre, la pobreza, la enfermedad. Esas son todas vuestras. Como lo es la violencia… la personal y la social… esa que os convierte en miembros de “manadas” cuyo único objetivo es el linchamiento de los que no son o no piensan como vosotros, de los que no os gustan, de los que os molestan. Si no podéis exterminar físicamente empujáis hasta la desesperación, la alienación o el suicidio. Os quejáis de los políticos y las grandes empresas,… de policías y ejércitos… pero no sois mejores. Yo tampoco.
He odiado el conflicto con toda mi alma desde que tengo uso de razón. Pero no he aprendido a mirar hacia otro lado. ¿Cómo se hace?
¿De que manera es posible obviar la mentira, la injusticia, la estafa, el fraude, la falsedad,…? No tengo ni idea.
Retiro inmediatamente la palabra (y mi amistad si era el caso) ante la hipocresía, el egoísmo, la crueldad,…
Supongo que de pequeño solo aspiraba a vivir una vida sencilla. La que se muestra en La callejuela, 1661, de Johannes Vermeer (1632-1675)… Creo que no existe.
Por mucho que nos esforcemos en buscar realismo en la obra de este hombre no encontraremos más que deseo, anhelo de algo que nos gustaría encontrar, pero que no es más que un tiempo detenido en un espacio facetado como las joyas.
Desde luego, la crudeza de la existencia en la Holanda del siglo XVII es la de una Europa en un lodazal ensangrentado. Guerras que se solapan (la de los Países Bajos –o de la Independencia, siempre hay varios curas para un mismo bautizo-; la de Los Treinta años) o se suceden, (contra Francia, Inglaterra, Alemania…). Da igual que las llames de religión, o políticas. Al final, lo único que las justifica es un ansia económica (también se utiliza el eufemismo comercio) de poder imposible de satisfacer. No hay individuos, ni pueblos o ciudades, capaces de saciar tamaña sed.
Quizás Vermeer encontró la manera. Para ello, antes tuvo que ver volar por los aires su propia ciudad (que era un enorme depósito de municiones) en 1654. Nada más dos imágenes nos dejó de Delft, el lugar en el que transcurrió su existencia. La mayoría de expertos prefieren Vista de Delft. Incluso Proust le da todo el protagonismo en el deceso de uno de sus personajes (Bergotte) en su novela En busca del tiempo perdido.
Permitidme que prefiera una callejuela al incomparable panorama. La acumulación de ladrillos humildemente colocados a enormes edificaciones. Lo cotidiano a lo eterno. Dejadme que me siente, como cuando era niño, en el suelo… y contemple por última vez la calle antes de que la maldad se cierna sobre nosotros.
Consentidme, por favor, un postrero capricho. Ver la puerta desde el otro lado. Cuando aún, bajo el dintel tras el que no se atisba más que un interior sombrío, una madre busca la claridad del día mientras cose. Mirar tranquilamente la otra abierta de par en par. Y entretenerme contemplando a esa señora que se afana lavando… Y observar a unos niños que podrían haber sido amigos.
Quiero ver el cielo, entre las casas, por última vez. Aunque amenace lluvia, no importa.
Dejadme que me asegure que la de la izquierda está bien cerrada. Probablemente dentro, en una oscuridad donde los colores resplandecen asombrosamente, los cuatro personajes (solo compuso otra obra, Diana y sus compañeras, con más protagonistas) parecen competir a la hora de demostrar que todo se compra o se vende. Que el ser humano es una mercancía como otra cualquiera. Que el nimio brillo de una moneda sirve para adquirir maravillosos tapices, bellísimas jarras y copas, coloristas vestimentas, un bello cuerpo, voluntades y conducta, moral y comportamiento… integridad.
Una diagonal, como si de un rayo se tratase divide la acción. A un lado las tinieblas provocan la fascinación que nos lleva a indagar en unos rostros semiocultos. Ahí está, lo perverso, lo execrable. Y manos, que poseen o se extienden para recoger lo que al término será un magro peculio.
Vermeer supo crear un mundo. Totalmente opuesto a la realidad que le tocó vivir. Hay quien lo califica de frio refugio doméstico, pulcro y controlado, bienoliente y exquisitamente civilizado, totalmente alejado de esos campos de batalla y… silencioso.
Podemos repetir hasta la saciedad que somos investigadores, historiadores,… ¡que peligroso es el subjetivismo!, ¡ciencia! –reclamamos-. Así que descalificamos, o, como mucho, concedemos un cierto valor literario a lo que (dada la ínfima información documental) no pueden ser más que especulaciones, impresiones, reacciones ante unas obras que serán siempre un absoluto enigma.
Prefiero soñar la idea de que fue capaz -que pudo conseguir- separar por completo lo público y lo privado. Poner a salvo de la suciedad con que lo social acaba contaminando todo una idea de hogar. Un espacio inexpugnable en el que preservar algún tipo de relación limpia entre seres humanos. Lo prefiero y lo elijo. ¿Por qué no creer que un Vermeer esconde los secretos para salvaguardar la paz y el sosiego? ¿Qué son una protección contra nosotros mismos?
En “El soldado y la joven sonriente”, 1658, ya estamos en un interior del que no volverá a salir (exceptuando las dos obras de las que he hablado al principio). El detallado mapa nos sitúa en Holanda y Frisia. La muchacha sonríe (¡que diferente a la que exhibe el hombre de La alcahueta!) a un joven (intuimos) soldado. La mirada es franca, directa. Ella recoge en su figura toda la luz del mundo. Él acapara la oscuridad en un volumen inmenso, desproporcionado… Únicamente la altura del techo nos salva de la asfixia. ¡Aún hay cierto peligro en el ambiente!
“La lectora en la ventana”, 1659, contradice a todos aquellos que afirman la renuncia de Vermeer a la narración, es más, afirman su negativa intencionada a narrar. ¡Por supuesto que no sabemos el contenido de la carta,… ni el remitente.! ¿No tenemos bastante con ser espectadores de una escena en una estancia privada? ¿Cuándo nos han invitado a entrar en este íntimo momento? Estamos plantados de pie (como debió crear la obra el pintor) contemplando como lee un papel ya arrugado (¿lo estrujó ella ante unas noticias tristes?, ¿es debido a que lo ha hecho en numerosas ocasiones, como incapaz de creer lo que dice?).
La mitad de la escena corresponde a un vasto espacio por encima de su cabeza. ¡Y falta aire!
La mesa nos impide acercarnos. La cortina (que es más muro que la pared), a la derecha, es otro claro impedimento.
Según la crítica Vermeer no relata… pero el bodegón está inclinado. La fruta se desparrama sobre la superficie de un tejido (siempre el mismo). Alguien la ha abandonado así de manera apresurada… o quizás ha ocurrido a partir de un gesto de rabia.
Sola, frente a la ventana, lee. Su reflejo en el cristal aumenta la intensidad de la sensación de concentración y ensimismamiento. Más allá, tras el cristal, otra cortina (roja), acota las distancias. La posición de las manos y los codos parecen tirar del papel… como para expandir las palabras.
Luz y oscuridad se entremezclan haciendo brillar aquí y allá pequeños grumos de color. La composición, el espacio, el cromatismo, las técnicas,… Todo es excelso.
Y yo, testigo de lo que pasa, no tengo ningún derecho a saber. ¡Ese conocimiento no me pertenece!.
Se suele decir, también, que las escenas que el autor ha creado no poseen ningún alcance. Que son momentos de los que no se deriva ninguna consecuencia, ni aprendizaje moralizante. Que solo es un exquisito aparato artístico y formal. Un alarde de técnica y de estética. Vida cotidiana,… ¡simplemente!.
“La lechera”,1660-1661, es uno de esos minúsculos (también en tamaño 45,5 x 41) momentos habituales. Desde luego es un monumento al universo de la paz en soledad. A la sacra normalidad en la que una mujer (rodeada de panes, de jarros y cántaros, de cestos de mimbres, de estufillas y calientapiés..) prepara los alimentos.
Condensa y concentra sensaciones y sentimientos que todos hemos (espero) vivido. Madres o abuelas creando (sin ser conscientes de ello) instantes suspendidos en nuestra memoria de manera imperecedera. En un gesto pausado, donde la calma reina por encima de todo mal, nos sentimos protegidos contemplando el símbolo de la energía, de la fortaleza que contiene –a la vez- todo el afecto, la ternura y la bondad posibles.
Puede que nos parezca antiguo… yo lo siento como eterno. Si la vida ha de merecer la pena… será mientras podamos contemplar algo así.
En la aparente sobriedad… una explosión de colores (amarillo, naranja, verde, tonos tierra). Bañada en luz, enternecedora en el gesto, si lo religioso es representable, puede que esté aquí. Vermeer contrajo matrimonio con una católica (Catharina) por lo que es muy posible que él mismo se hiciera católico también,… en un país y un momento en que este hecho te sitúa al margen de la comunidad y te discrimina gravemente.
Capas y capas de óleo que se acumulan… puntos de pigmentación matérica aquí y allá. Muros que justifican una pintura por si mismos. Un artista que despoja su obra de todo aderezo, de aquello que ya no es esencial.
Otra carta ha llegado. “La lectora en azul”,1662-1665. Volvemos a preguntarnos qué ha pasado… Como si realmente nos importase más allá de la satisfacción de la insana curiosidad. ¿No tenemos suficiente con la seducción hipnótica que produce la obra? ¿Nos consideramos, de verdad, merecedores del conocimiento de todos los secretos? ¿No es mejor que el misterio permanezca insondable, inescrutable, hermético…?
La bella mujer (¿su esposa?), ahora embarazada (Vermeer tenía diez hijos menores de edad cuando falleció) está protegida de nuestra avaricia voyeurística por una mesa y una silla. Casi siempre algo se va a interponer para que no podamos tocar a las personas que habitan en sus cuadros. Es mucho mejor así… que nos mantenga a distancia…
Depredadores de lo ajeno, invadiríamos inmediatamente los espacios que no nos pertenecen. Lo hacemos cada día. Robamos, si podemos, las vidas de los demás… incapaces de crear una propia. Aunque luego defenderemos con toda la violencia de la que somos capaces la mentira que habitamos. Como el parásito que acaba convenciéndose a si mismo de que siempre fue el huésped.
Por eso Vermeer no quiere que sepamos, para que –aunque adoptemos su forma en un arrebato mimético- nunca podamos usurpar lo solo a ellas pertenece.
Hace bien en no dejarnos leer la carta que esta vez se muestra lisa. Los pliegues son rectos, como acabada de abrir.
Menos objetos,… un vestido más sobrio. Azul y suavidad se despliegan por la pequeña tela. Luz sutil y delicado color. Sosiego e intimidad. Sombras que, con delicadeza, dejan de serlo. Ya no vemos la ventana que siempre está a la izquierda. Los labios están entreabiertos… ¡Espero que jamás lea la carta en voz alta!. Tampoco necesito saber que ha pasado antes… ni lo que pasará después. Me basta con este ahora que parece diluirse en una substancia más y más depurada.
Por una vez, en “La pintura”, 1662-1665, Vermeer se vuelve extremado (casi barroco) en la representación. En un óleo más grande juega con nosotros y nos propone un alarde de signos, símbolos y alegorías. Él mismo (¿es él?) se presenta de espaldas, con un atuendo antiguo ¡teatral!
La figura que aparece es Clío, musa de la historia, con sus habituales elementos identificativos: una trompeta, un libro de Tucídides y la corona de laureles.
El mapa contiene (al igual que el resto de la obra) gran cantidad de detalles. Como encontramos en tantas ocasiones, la tentación de la pintura dentro de la pintura es irresistible. La máscara que observamos en la mesa debe simbolizar esta actividad y en la lámpara hay un águila bicéfala reflejando la luz que proviene de la izquierda (de una supuesta ventana que no aparece en la composición).
Es una sucesión de mentiras dentro de mentiras. Una advertencia para los crédulos, para los que se dejen engañar por las apariencias de la verosimilitud. Podemos aparentar ser cualquiera –parece querer decirnos-… Ser es una cosa muy distinta.
La vida social, la actividad cultural,… todo es un juego de reputaciones, de famas, de simulacros. Nos admiramos ante un artista que se representa siéndolo… cuando no es más que un actor, un modelo,… una farsa, un señuelo a la caza de ilusos.
Escribir sobre arte es una forma común de engaño. No hay que dejar de insistir en ello. Disfrazamos filias y fobias bajo la escarapela de un pretendido cientifismo… de rigurosidad… del dato. Los que tienen algún mérito (los hay) albergarán algo de conocimiento compartido por la mayoría de disciplinas que intentan indagar en el qué somos. El resto balbucearemos vocablos y términos en intentos vacuos y estériles.
Si hay una idea repetida en cualquier monografía sobre Vermeer es ¡El Silencio! Sin embargo, en diez de sus treinta y cinco obras reconocidas (debió entre cincuenta y sesenta en su vida) aparecen instrumentos y partituras.
Sirva de ejemplo “La lección de música”, 1664. Derroche de elegancia, esta obra ubica al fondo de la escena dos figuras en aparente inmovilidad. Incluso podréis leer que parecen petrificadas (otro de los tópicos, ¡si no hay escorzos nada sucede!). Él escucha, sin duda. Sus labios abiertos pueden indicar que ha cantado o lo va a hacer.
La inscripción de la tapa de la Spinetta (que ella, por la posición de sus brazos, puede estar tocando) contiene la siguiente inscripción: Musica Laetitiae Comes Medicina Dolorum (La música, compañera de la alegría, medicina del dolor).
¡Música! Parece aconsejar una y otra vez el autor… No silencio y quietud, como parecen encontrar críticos e historiadores en su obra.
Mientras debatimos él ha volcado el peso a la parte derecha y despejado la izquierda para liberar (esta vez sí) ventanales y cristaleras. Luz,… para la acción, y para que podamos apreciar en el espejo el movimiento de la mirada de la dama.
“La joven de la perla” (1665) pone en evidencia, de nuevo, a aquellos que no ven atisbo de penetración psicológica en los habitantes de las piezas de Vermeer. ¿A qué viene entonces tanta expectación ante lo que debería ser entonces una mera máscara? La «Gioconda del Norte» claman una y otra vez los medios de comunicación. Entre tanto, el cine elabora edulcorados relatos sobre ella.
Es cierto, el autor no proporciona esclarecimiento alguno del por qué sus personajes hacen lo que hacen: leen, escriben, tocan instrumentos, preparan frugales comidas,…
Probablemente sean ellos quienes nos observan, intrigados por nuestra curiosidad. Sin entender la obsesión que despiertan en nosotros. No comprenden que andamos permanentemente a la búsqueda de una vida… la propia, o no nos basta, o no nos satisface.
También parecemos sentir una enorme atracción por la posibilidad de destrozar vidas ajenas.
A diferencia del retrato de Da Vinci, no hay un fondo apreciable… Basta una pared parda oscurecida. Así nos podemos concentrar plenamente en su rostro. Aunque es difícil. No es una cara estrictamente realista. Es más bien una persona idealizada… pero, ¿acaso no idealizamos a los demás?
De rasgos delicadísimos, la torsión de cuello con la que se nos muestra realza los elementos ornamentales (el turbante, los pendientes, el vestido,…). Tanto que, tras la oscuridad, parecen emerger azules y amarillos irreales.
La luz nos acabará depositando como náufragos a la deriva en el blanco de la perla y en la humedad de unos húmedos labios entreabiertos. Porque la fisonomía nos elude, los ojos, la nariz… todo es veladura sin contornos.
Miramos, sí… pero también somos observados. Cuestionados en nuestras intenciones. Y nunca sabremos si hay aprobación o reproche. Supongo que depende de nuestra propia soberbia o estupidez.
La “Joven con una sirviente sosteniendo una carta” vuelve a sumirnos en el misterio. La oscuridad que envuelve la escena (más allá de las inútiles interpretaciones que pretendemos dar a cofres y vasijas en la mesa, o a ese maravilloso chaquetón amarillo ribeteado de armiño) resalta el encuentro entre dos mujeres totalmente dispares. La activa sirvienta sorprende. Se abalanza para entregar un pozo de claridad, un rectángulo blanco imponente, majestuoso. Es la palabra que grita desde el pliego…
La joven de amarillo ha suspendido la escritura (ha sido silenciada) por la voz de una tercera persona que no aparece en la escena.
Nunca sabremos que supone esa irrupción. Pero si que otro elemento geométrico, el zigzag del recogido del pelo ha sido la respuesta pictórica al desafío. Lo demás es literatura entre perlas. Narraciones soñadas. Anécdotas creadas para distraernos de dos trazos de bermellón que se deslizan desde la cintura…
Todo empieza y acaba. Aunque no tengamos explicación para ello. Las obras de arte, como la vida, también.
No se donde ni cuando acabará la mía ni mi historia. Aunque es algo que en realidad podemos decidir ¡quizás la única elección real!
Ese posadero holandés murió sin haber conseguido vivir de su pintura (casi la mitad de sus obras las había comprado Pieter van Ruijven) y a decir de su esposa, entre delirios. Al menos, dos personas creyeron en él. Uno amó su obra… Otra le quiso a él. Más de lo que muchos podremos conseguir jamás.
Antes de irme querría fundir un diamante a mi alrededor, justo como hizo Vermeer. Un espacio sin puertas, aunque sí ventanas. Donde esté solo lo esencial. Pocas cosas…
Dejar la violencia fuera,… esa que percibo a cada momento. Poder abandonar la realidad –la normalidad- que siempre es impuesta. No me importaría que hubiese un poco de magia. Y que no hubiera sombra negras…
Concentrarme en hacer algo bien, como La encajera. Aunque nadie lo sepa.
Tampoco importa que esta vez la luz venga de otro lado. La gente no se fija. Yo si.
Ella aparenta estar sola,… pero en el fondo sabe una mirada con cariño la acompaña. No hay tristeza en su semblante… tal vez disimulo… para que nadie se de cuenta de que hay magia en esta diminuta estancia. ¡Fijaos! Los hilos rojos se están convirtiendo en otra cosa… Tal vez en música.
Algún día fundiré un diamante a mi alrededor…
Quería hablar de arte. He leído la prensa. Algún correo. He cerrado la puerta …
* Mientras escribía sonaba una y otra vez, desesperada y obsesivamente, The thrill is gone, de Chet Baker
(Podéis hacer lo mismo… o no)