Algo tan minúsculo como un virus, con un tamaño entre 0.02 y 0.75 micras, puede contener todo lo necesario para infectar una célula, reproducirse y salir de ella para infectar nuevas células y al final ocasionar el colapso de nuestro propio organismo, hasta la muerte.
La Covid-19 o el coronavirus, no es la única pandemia que el mundo ha sufrido, desde la Peste Antonina, al inicio de nuestra Era, con más de cinco millones de muertos, se han sucedido otras muchas como la Plaga de Justiniano en el año 541 que ocasionó la muerte entre 30 y 50 millones de personas, la viruela surgida en el año 1400 con 56 millones de finados, la tercera peste en el 1855 con una mortalidad que alcanzo los siete millones, y más recientes, la gran gripe española entre 1918 y 1919 con aproximadamente 50 millones de muertos a sus espaldas o el VIH/SIDA surgida en el año 1981 infectando de muerte entre 25 y 35 millones de personas y que continúa en la actualidad, por citar las más mortales.
En suma, si nos atenemos a estos momentos de la historia, las diferentes epidemias y pandemias retaron al mundo con un nivel de angustia que hoy, aunque los efectos de la Covid-19 son mucho menores, volvemos a tener, desatando una crisis global como hacía tiempo que no veíamos, donde se ha puesto en jaque a gobiernos, sistemas sanitarios y económicos y, peor aún, a las propias personas, no sólo por tener que cambiar ciertos hábitos de vida, sino también por los interrogantes surgidos en cuanto a la forma de superar la pandemia, ante un virus desconocido por la ciencia, en cuanto a la forma de atacarlo, afectando a nuestras relaciones con el resto de la sociedad, a nuestras empresas y consiguientes puestos de trabajo, a nuestra macroeconomía y economía doméstica, lo que nos ha llevado y nos sigue llevando a una crisis existencialista marcada por la gran vulnerabilidad del ser humano a este patógeno que nos sigue contaminando y que, si bien en otros momentos, no estaba relacionada con las condiciones materiales que nos tocaba vivir sino con nuestras potencialidades o carencia internas, sin embargo, ahora sí, dando al traste con esquemas mentales que nos hace replantearnos nuevas metas.
La pregunta que todos o una gran mayoría nos hacemos es, ¿qué sucederá ahora?, pudiendo dar lugar a respuestas pusilánimes, partidistas, torpes y sin generosidad, en vez de desafío contra la crisis surgida, elaborando una respuesta de altura. En definitiva, una respuesta más inteligente y creativa de lo hecho hasta ahora en la lucha contra los fundamentos que han posibilitado la presencia del mal en nuestra sociedad; entendido no desde una perspectiva teológica que, allá cada uno con sus creencias, sino desde una perspectiva antropológica y, finalmente, filosófica y/o humanista, o lo que es lo mismo, la presencia de la maldad como referencia a las injusticias e inequidades del mundo que pueden quebrar el sistema antropológico de reciprocidad o bien como respuesta a esa visión de la teología, en nuestro entorno cristiana, sobre el mal, con sus notas de negatividad, voluntad y libertad, por el lado humano, y de permisibilidad, por el lado divino; lo que al final hace que trasluzca en nuestra lucha por el cambio, el fracaso y el sufrimiento.
Ha tenido que venir un minúsculo virus para que nos planteemos, o al menos así deberíamos hacer por nuestro propio bien, lo errores que hemos cometido hasta el momento para que, como personas que vivimos en sociedad, sigamos en un estado de insatisfacción en lo personal y en lo colectivo.
Los habrá que ante la perspectiva que la vida puede cambiar de un día para otro, lo cual es una evidencia a lo largo de nuestra existencia, ahora la hayan reforzado como consecuencia de lo acaecido fruto de la pandemia y, por ello, den prioridad a sus apetencias personales desde un punto de vista material, lo cual no está mal, pero sin olvidarse que como seres sociales no nos podemos aislar en nuestro burbuja interna, sino que, lo que hagamos o aportemos en aras a conseguir un mundo mejor en nuestro entorno social, al final va a repercutir en nuestro propio bienestar.
Ante el sufrimiento que el coronavirus trajo a nuestras vidas surgió un fenómeno social, no sólo en nuestro país, sino en muchos otros de nuestro entorno, como fue utilizar los balcones de nuestras viviendas como puntos de unión, apoyo a nuestros sanitarios y personal del sector público y privado que en primera línea se enfrentaron a la pandemia, para proteger nuestra salud e integridad física, y de solidaridad con aquellos que sufrían en primera personal o en su entorno familiar las enfermedades y muertes propiciadas por el virus; todo ello, como una lucha para intentar ver la luz al final del túnel. Sin embargo, lo que en su momento fue una respuesta sincera, a la que algunos que fuimos tachados de “aguafiestas” dimos poca trayectoria, al final ha dado paso a una confrontación social entre los detractores de la gestión gubernamental y quienes la apoyan, propiciada por la absurdas manipulaciones ideológicas, olvidándonos al final que todo lo que construyamos como sociedad es lo que va a propiciar un nuevo renacimiento, no como el que surgió tras la peste negra, sino de lucha contra los errores cometidos en nuestro pasado que han dado lugar al colapso de nuestro sistema sanitario, de nuestra economía y, pero peor aún, de nuestro valores y principios, porque la final nuestro bienestar y felicidad va a depender de ello; de nuestra generosidad y unión en la lucha contra todo aquello que ha propiciado la crisis del humanismo.
Sin embargo parece ser que la respuesta vuelve a ser tan raquítica y egoísta como en otras pandemias, superado el bache, que cada cual se saque sus castañas del fuego. Y, cómo no, a seguir con las batallitas, la historia interminable de nuestro país.