El 12 de diciembre de este año se cumplirá el segundo centenario del nacimiento de Gustave Flaubert, autor de novelas inolvidables para el arte de vivir como son Madame Bovary y La educación sentimental. De él diría Victor Hugo, veinte años mayor, que era una de las inteligencias conductoras de su generación. Por su parte, Flaubert le confesó por carta al autor de Los miserables: “usted ha sido, a lo largo de mi vida, una encantadora obsesión, un largo amor que no flaquea”.
Se conocen cerca de 4.500 cartas escritas por Flaubert. El hilo del collar: Correspondencia (Alianza) recoge una amplia antología de ellas. Kafka, que le consideró un maestro, se entretuvo leyéndolas. Se carteó con escritores como Baudelaire, Michelet, Turguénev, Zola, Guy de Maupassant y, muy en especial, con George Sand.
De niño vivió seis años interno en el Collège Royal, hasta 1838. Al año siguiente le dijo a su amigo Ernest Chevalier que “si alguna vez tomo parte activa en el mundo, será como pensador y como desmoralizador. Lo único que haré será decir la verdad, pero será la horrible, la cruel y desnuda”. Más adelante reconocería haber pasado una amarga juventud a la que por nada del mundo querría regresar.
No tenía siquiera veinticinco años de edad cuando manifestaba que su juventud era cosa del pasado; “la enfermedad nerviosa que me duró dos años fue su conclusión”. Y que bajo su envoltorio juvenil yacía una singular vejez; llegó a denominarse viudo de su juventud. Ese mismo año le preguntaba a su amada Louise Colet (once años mayor que él y con quien tuvo una relación larga, intensa y tormentosa) si se había alimentado de la Biblia, y le decía que durante más de tres años él no había leído otra cosa por la noche, antes de ir a dormir.
Al regreso de un largo viaje por Oriente, escribió: “me río del mundo, del futuro, del qué dirán, de cualquier situación e, incluso del renombre literario que, antaño, tantas noches me hiciera pasar en blanco soñando con él”. Su experiencia del desierto le llevaba a admirar a los beduinos, “que son libres”, y a detestar todo lo que fuese obligatorio. Dirá: “Ante todo, hay que escribir para uno mismo. Es la única posibilidad de hacer algo hermoso”. Hubo un tiempo en que no escribir nada y soñar con hermosas obras le resultaba una cosa encantadora. Lo cierto es que fue un escritor muy sufrido y perfeccionista, entregado día y noche a su oficio tras haber acumulado una notable experiencia de la vida.
Entendía que el estado natural del hombre era el salvajismo y que la humanidad había tomado el rumbo de la estupidez; de modo que día a día sentía operarse en su corazón un alejamiento de sus semejantes. Advertía contra el recurso a los lugares comunes, instalados en las nieblas que flotan en los cerebros. Afirmaba que nunca se debe escribir frases tópicas, pues resultan carentes de base firme y real. Y tuvo la idea de hacer un Diccionario de tópicos, pero acabó quedándose en el tintero.
En La educación sentimental remarcó que siempre hay en las confidencias más íntimas algo que no decimos. Por otra parte, “no todo se puede decir; el Arte es limitado, aunque no lo sea la idea”.
Nada más salir publicada, leyó en inglés La cabaña del tío Tom (la célebre obra de la estadounidense Harriet Beecher Stowe, liberal, feminista y abolicionista). Lo consideraba un libro estrecho, sobrecargado desde el punto de vista moral y religioso, desprovisto del punto de vista humano; una víctima demasiado buena…
Fue toda su vida un lector entusiasta y continuado del Quijote y llegó a decir: “Encuentro todas mis raíces en Don Quijote, el libro que sabía de memoria antes de saber leer”. Por este hilo del collar hay menciones también a la obra de Marco Aurelio y a las de sus contemporáneos Taine, Gautier y Tolstoi.
Madame Bovary comenzó a publicarse en la Revue de Paris en el último trimestre de 1856. La denuncia de diversos pasajes considerados licenciosos e impíos le llevaron al banquillo de los acusados el 29 de enero de 1857, siendo absuelto a los ocho días.
La clave del título elegido para este volumen antológico es que no son las perlas las que forman el collar, es el hilo el que lo constituye; su hilo conductor.