Adiós papá, aunque seguramente esta no sea la última carta si lo es de una etapa, tu vida física, que ya ha acabado. La última de una enfermedad que nos ha dejado a todos lacerados y de la que tú ya, afortunadamente, descansas.
Adiós papá, hemos mandado tu cuerpo a reunirse con tu alma ya hace tanto tiempo ausente. Espero que se encuentren y que encuentren todo aquello que el mundo les había negado. Hoy el día ha amanecido claro, luminoso, no hay sombras que entorpezcan el reencuentro.
Desde la convicción más profunda de que una vez salvada la barrera, esa tan impenetrable que no deja ni hurtar una mirada, o se encuentra todo o no queda nada que encontrar, mi deseo es que vuelvas a tener todas las edades en las que fuiste feliz y la compensación a aquellas en las que no lo fuiste.
Decía Heriberto que ya estarías paseando por la Area Grande, donde te encontrarías con mamá, con la tía Natalia, con la tía Ketty, con Fidel, con el mudo, con José Luís Román plantando la primera sombrilla del día. Es verdad papá que estarás con todas las personas que son parte y memoria de esa playa tan entrañable para nosotros que trasciende el mero hecho de la arena, del mar, de su ubicación física o de la mera enumeración de las personas que le dieron alma a su evocación y que la hicieron referencia de nuestra generación, que la hicieron suya cuando aún no era de casi nadie más.
Pero también, solo la muerte o la imaginación lo permiten, estarás jugando con tus hermanos y tus amigos en Puente Sobreira, en ese Puente Sobreira de tu infancia que tanto anhelabas, que tanto lloraste mientras nos lo enseñabas la última vez que estuvimos allí y sospechando tú ya que tus recuerdo te estaban abandonando.
Y en las cabalgatas del Corpus con tu pandilla del Orense de los años 40, Marcial Feijoo, Alberto “Cus”, Paco Aranda, y en los que varios años ganasteis el concurso de carrozas representando al Liceo. Y charlando con todos aquellos que sin ser tan íntimos tanto mencionabas: Manaicas, los Barreiros, los Manzano, los Vilanova, los Quesada. Y en las fiestas, cercanas y no tanto, y en el Paseo y en todos esos lugares en los que fuiste feliz con esa felicidad que la falta de responsabilidades hace inolvidable. Incluso en el colegio, rememorando aquella mítica galopada en el patio en la que recorriste el campo con el balón y cuando fuiste a chutar se te dobló la suela y te caíste sin poder culminar la jugada.
Esa jugada que, a toro pasado, parecería una suerte de constante en tu vida. En tu vida adulta marcada por el paso por el comercio en el que se te dobló la suela, o te hicieron falta, y enterraste tantas ilusiones, tantas esperanzas, tantos proyectos, y tantas posibilidades.
Pero también fuiste feliz en Madrid. Es fácil recordar aquellas reuniones en casa, las celebraciones con el tío Ramón y la tía Kety y todo aquel Orense de extrarradio, aquel Orense madrileño o viajero de los años 50 y 60 con tantas personas conocidas entrando y saliendo de casa, compartiendo momentos felices, compartiendo mesa y mantel, compartiendo sobremesa y café. Siempre con el tío Julio como protagonista invitado permanente en nuestras vidas, como una suerte de segundo padre, de tutor transeúnte con mando en plaza.
También hubo años duros. Nunca hay cielo sin infierno. Pero esos ya los sabemos los que los sabemos, no hay por qué recordarlos, no hoy, no ahora que es el momento en el que lo único que importa es que ya descansas, que ya descansamos. Todos.
Si papá, quiero pensar, y así lo expreso, que, rememorando a los antiguos egipcios que no podían alcanzar la otra vida sin que su cuerpo estuviera convenientemente preparado y puesto a salvo, al fin tu cuerpo ha seguido el rastro de tu alma y ya puedes viajar placenteramente hacia otros estados de la consciencia. De una consciencia que te había abandonado en un viaje a plazos.
No puedo escribir esto sin un nudo en la garganta. Tal vez porque a pesar de todas las ideas, de todas las palabras, esto es una despedida y todas las despedidas tienen lágrimas. Tal vez, papá. O tal vez porque además, y siguiendo el curso de la vida, despedirme de ti me obliga a empezar a pensar en mi Puente Sobreira, en mi Area Grande. Me obliga a empezar a pensar que también mis recuerdos son efímeros y que la última barrera entre mi vida y la muerte, la última etapa antes de mi etapa me acaba de dejar y soy consciente.
Aún recuerdo el primer poema que me regalaste, que pusiste en una carpetilla trasparente y colgaste en la cabecera de mi mesa de estudio, el “If” de Rudyard Kipling, que tanto he leído, que ha guido mi vida y que yo he traspasado a mis hijos.
“Si puedes llenar con tus actos los sesenta segundos del minuto que es tu vida, todo lo que hay en la tierra será tuyo, y lo que es más, serás un hombre, hijo mío”
Tú has llenado tus sesenta segundos, papá, aunque los últimos estén llenos de una luz nebulosa y extraña que asemeja el vacío. Tú, reitero papá, has rellenado los tuyos y yo empiezo a descontar los míos postreros. Adiós papá, adiós. Hasta nunca. Hasta siempre. Hasta pronto.