Es difícil saber cuándo José Luis Hernández abandonó esta vida para formar parte del poco selecto club de los silentes.

Después de entregar a la mesilla su anillo de casado y ahogar su dentadura postiza en un vaso de agua, el señor Hernández, recordó que era el día de San Antolín, patrón de Medina del Campo, el lugar donde había llorado por primera vez. Y entonando para sí una de las primeras estrofas del himno de su tierra, quedó sumido en un cierraojos, que de tan placentero, se resistió a que los primeros gusanos entraran aún en su cuerpo:
«Medina es grande por sus riquezas,
Medina es noble por su honradez,
Medina es buena por sus virtudes,
Medina es joya, luz, vida y fe».
Los de paliativos, dos chavales que no llegaban a los treinta, llegaron como siempre, a eso de las nueve y media de la mañana. Fue Ana, la hija mayor de José Luis, la que les abrió la puerta.
– Buenos días, Anita ¿Cómo ha pasado la noche tu padre? ¿Se ha quejado de algo?
– Pues no, la verdad es que, que yo sepa nada le ha dolido; eso sí nos ha dado una turra cada dos o tres horas con no sé qué cosas de calles estrechas y mujeres orinando en esquinas mal iluminadas. Empiezo a sospechar que mi padre ha tenido una doble vida; una existencia tan negra como los pelos de un coño ¿Qué opináis, niños del aturdimiento?
– No tenemos una opinión formada acerca de la supuesta vida oculta de tu padre, pequeña putita. Lo que sí sabemos es que, José Luis, tío, te estás muriendo y este ridículo sainete sólo se está produciendo en tus sesos que, como por bocanadas, intentan mantener cierta compostura. La palmas, colega; tú sigue con San Antolín y déjate llevar. Acaba con tu existencia que también es la nuestra. No nos jodas y nosotros obraremos en consecuencia.
Pero José Luis, con ese aplomo que sacan de los bolsillos borrachos y culpables, se resistió a que dos imaginarios gilipollas y un facsímil de hija, hicieran de su futuro una decisión ajena.
– ¡Idos a columpiar gallinas, cabrones! Nada podéis hacerme pues sois los ángulos muertos, las malas lenguas de mi conciencia. Os iréis conmigo, pero yo no estaré con vosotros cuando llegue.
– ¿Llegar a dónde, calavera? ¿No sabes que más allá nada hay? ¿Que éste es tu ultimo baile vestido de carne? Iluso. Eres como todos los que te han precedido; un escombro que lucha por disculparse ante ese espejo que todos lleváis metido en el culo.
– Llegaré a donde me salga de los cojones, pedazo de Nada. He tenido una buena vida; he amado y me he sentido amado, nunca he querido el mal de nadie y si alguna vez de manera involuntaria he perjudicado a alguien, Dios sabe de mi arrepentimiento; de modo que mi espejo, ese que dices que tengo en el culo, está repleto de buenos reflejos. Buscad a otro al que podáis acojonar con vuestra verborrea de regatón. Aquí no tenéis nada que hacer. La estoy palmando, de eso soy consciente y acepto mi destino con el corazón tranquilo. Sois sin saberlo, la prueba palpable de que alguien me espera. No tengo nada más que deciros, hijos de abismo.
Cuando Mari se despertó, debían ser las once de la mañana. Había dormido junto a José Luis en un viejo butacón rojo que algún invitado con no demasiado buen gusto, les había regalado el día de su boda. Aún un tanto aturdida miró con ternura a su compañero de tantos años. Éste ya no respiraba.
– ¡Ana, Anita, hija! ¡Que papá ya no respira, que no respira! ¡Ven corriendo!
Ana estaba en la cocina, preparando las pastillas para su padre y calentando dos amplias tazas de leche en el microondas.
Cuando llegó al dormitorio y vio la inmensa placidez del rostro de su padre, no tuvo la más mínima duda de que aquel hombre bueno había muerto como debía.
-Se ha ido bien mamá, se ha ido bien. Mira su cara de niño de pueblo.
Y mientras todo sucedía, aquel cuarto de Madrid, se había convertido en el lugar más puro del mundo.