Escribía con espinas y borraba con pétalos, cenizas rosadas como el carmín que desgasta el frío en sus mejillas. El corazón apenas titilaba el impulso necesario para no desfallecer entre cigarro y cigarro, aquella chispa inocua que no se graduó como destello, efímeros ambos, gravilla de campo santo antes del primer lloro.
Escribía desde el fondo de su coraza, pozo donde lamía las raíces con la punta de su lengua viperina, sólo de aspecto, era indefensivamente inofensivo. El blanco perfecto de su propia ira.
Solía volver la vista a menudo, pero aquel día se dio cuenta, una vez más, de que todo el camino vital recorrido no era más que un gran surco de cal viva agonizando por un final sin huesos que roer.
Es demasiado pronto para dejar de escribir – pensaba.
Somnoliento, otoño engatillando a la primera hoja suicida. Marrón efecto dominó, metralla seca y aviones sin importancia violando nubes paridas de tubos de escape.
Si salir es ésto, que me devuelvan a mi jaula – bebió del vaso una vez más del millón de veces que bebió.
Si los suspiros escribieran, no haría falta hablar. ¿Mirarnos a los ojos? Él era un cobarde, por eso prefería la prosa. Como un buen robo, el robo perfecto. Será quirúrgico, entramos, pillamos la pasta y salimos. Sin violencia.
Pero el crimen perfecto no existe, y en la huida siempre quedan caminos ensangrentados, de cal viva o muerta.