
El revisionismo de las guerras mundiales nos lleva a pensar, habitualmente, en un tipo de cine donde las historias humanas provocan en el espectador una catarsis de sus propias vidas, al menos durante las dos horas que dura la película. La realidad y crudeza del conflicto bélico, elevan el tono hasta hacernos partícipes en primera persona de todo aquello que viven y sienten los protagonistas. Sam Mendes (director del filme) nos sumerge en la piel de dos soldados ingleses, Schofield (George Mackay) y Blake (Dean-Charles Chapman), que tendrán que afrontar una misión en mitad de un infierno de barro, disparos, bombas y muerte a través de un territorio enemigo que, por momentos, se presenta abstracto y siempre desolador.Una nueva manera de rodar a través de un único plano secuencia, donde todo vibra y se electriza a cada momento en una carrera a contrarreloj que poco espacio deja a la imaginación. Con un ritmo ágil y trepidante, la angustia va creciendo desde el primer momento. La película que comienza con una imagen casi bucólica de los soldados tumbados bajo los árboles en un campo florido y verde en primavera, da paso, en diez metros, a un tono mucho más abstracto de trincheras y suciedad, de locura y desesperación, donde las propias miradas de cada soldado que allí se encuentran hablan por sí solas.
Ese viaje al infierno de dos amigos y camaradas que se aventuran en la nada más absoluta, refleja el sentimiento interior de Blake, que ha de llevar un mensaje a la división donde se encuentra su hermano para evitar que caigan en una trampa, frente a la primera apatía de Schofield que se siente engañado por su compañero y embarcado en una misión que parece mucho menos sencilla de lo que les han contado.
Las conversaciones, las miradas o incluso los augurios, desatan la locura de la primera guerra mundial, de la que apenas hay películas y las pocas que hay no tienen el tratamiento de esta cinta, que nos lleva a plantearnos el sin sentido de los conflictos bélicos, donde cada misión importa, o a lo mejor no tanto, porque ésta en sí misma merece una reflexión aparte. La muerte, presente en todo momento, es como un cuervo que sobrevuela cada plano, cada escena, mostrando el hastío de los vivos y lo descorazonador de los muertos que se pudren en cada rincón y trinchera sin importar a nadie.
Hay que intentar salvar el mayor número de vidas posibles, pero el viaje no es el de dos héroes que busquen medallas, su deseo se encuentra muy lejos de allí, en sus hogares junto a sus familias. El paisaje, en gran parte deteriorado y putrefacto, deja paso a una ciudad igual de ruinosa y deteriorada donde algunos alemanes todavía resisten en una visión gótica y espectral, que parece sacada del romanticismo alemán y de algunas de las pinturas de Caspar David Friedrich, donde el poder de la ruina alumbrada bajo el fuego y las bombas crea una ilusión y una fantasía sobre la propia guerra, que parece producto de la ensoñación.
Una película redonda y casi perfecta que compone un bodegón oscuro y triste plagado de imágenes potentes y sobrecogedoras que hacen que se vivan en primera persona.