PAISAJES DEL ALMA

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A lo largo de mi vida, el paisaje se ha convertido en una parte más de mí, como puedan ser un brazo, un ojo o una pierna, y se ha anclado con tanta fuerza en mi retina que no entiendo la vida sin poder asomarme a una ventana y contemplar la naturaleza en estado puro. 

Para mí el paisaje es una forma de vida. No comprendo cómo puede haber gente en este mundo que deteste el campo y sus formas de vida, cómo puede haber personas que jamás se han detenido ante un atardecer sin emocionarse, o cómo la visión de un acantilado junto al mar, o de un bosque de pinos en alta montaña, no hayan podido crear un sentimiento de espiritualidad y hasta de eternidad en un canto místico  ante la inmensidad de lo que nos rodea.

Es cierto que juego con ventaja, pues al haberme criado en mis primeros años en un minúsculo pueblo de Castilla, es imposible que no haya formado parte de los trigales en verano, de los campos de amapolas en primavera o del hielo y la nieve inundando los montes cercanos en otoño e invierno. ¿Quién no se siente libre de este modo?

Ya a la edad de cinco años, recuerdo que mi diversión favorita en el colegio donde dábamos clase los doce alumnos de todas las edades y cursos del pueblo, era mirar por la ventana indiscreta del aula, bajo la atenta mirada de Doña María Ángeles que además de ser mi madre era también la maestra, con lo que aquello suponía, regañina incluida si la distracción se prolongaba más de treinta segundos. Pero para un niño pueden más las distracciones mundanas que las docentes.

En los tiempos de recreo y de ocio, detrás de la escuela, podía contemplarse la inmensidad de un horizonte que no tenía fin, y donde los cantos de las perdices en primavera animaban y alimentaban esa visión romántica del paisaje que a día de hoy sigo teniendo. Y es que el paisaje nos habla sin que nos demos cuenta y nos enseña a ver el mundo y sus cambios, a comprender que todo es mutable y que todo pasa y tiene su tiempo y hasta su final. Contemplando los inmensos rebaños de ovejas con los corderos nuevos, comprendías la vida y la muerte; vida con su nacimiento y muerte cuando eran vendidos para las carnicerías. Pero es que hasta las hojas de los álamos tenían una duración y acababan muriendo, eso sí, siempre de una manera más poética y hasta esperanzadora, pues sabías que lo que se llevaba el otoño la primavera volvería a traerlo. Con las cosechas de cereal y con la llegada en los años ochenta de las vacas frisonas, también conocidas como vacas lecheras, entendías que hasta de los elementos del paisaje se obtenía un beneficio económico y que todo en la naturaleza tiene un objetivo claro y muy diferente al de las grandes ciudades.

“Y es que el paisaje nos habla sin que nos demos cuenta y nos enseña a ver el mundo y sus cambios, a comprender que todo es mutable y que todo pasa y tiene su tiempo y hasta su final.”


El paisaje cambia, pero siempre es el mismo en esencia. Cuando busco una respuesta en mi vida, la solución la encuentro lejos de mi despacho, de la urbe madrileña y del asfalto. Una montaña, un bosque o la ribera de un río pueden ser los mejores maestros  del mundo; no son necesarios ni divanes, ni psicólogos, ni consejeros, el paisaje en sí es la solución; y te das cuenta de que la felicidad se encuentra en lo más sencillo, y que no hay que recorrer miles de kilómetros para ser feliz. En muchas ocasiones basta con subir a un lugar elevado, abrir bien los ojos y dejarte inundar por lo que ves, fundirte con el entorno e intentar descubrir lo que nuestros ancestros en la prehistoria solían hacer, buscando la magia y la belleza en un entorno que nos habla pero que sólo pocos son capaces de escuchar.

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