NO SOY TUYA NI DE NADIE

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Parece que en este país, llamado España, siempre nos acordamos de Santa Bárbara cuanto truena. Se nos revuelven las entrañas, sentimos impotencia, repulsa, dolor, y unas grandes ansias de justicia contra quienes agraden, extorsionan y matan a sus parejas o ex parejas, y luego qué.

 

También parece que en esto tiene algo que ver aquello  que se predica dentro de la iglesia católica cuando alguien contrae matrimonio por esta vía de que “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, no se sabe si con la sana intención de que esta unión sea para toda la vida, o como una manifestación de la posición patriarcal que esta religión, como otras, han manifestado a lo largo de su historia en cuanto al concepto de matrimonio.

Tal y como dijo Gerda Lerner (1986) el patriarcado  es “la manifestación e institucionalización del dominio masculino sobre las mujeres y niños/as de la familia y la ampliación de ese dominio sobre las mujeres en la sociedad en general”, manifestación que en nuestros días sigue estando presente, concibiendo todavía muchos hombres que su unión a una mujer, bien sea por la vía matrimonial o bien como un acto voluntario entre ambos de convivencia en común, le otorga cierto poder de posesión y disposición sobre ella.

Quizá a estos hombres hubiese que recordar que el matrimonio según nuestro Código Civil -habida cuenta que los matrimonios eclesiásticos tienen efectos civiles-, que los cónyuges son iguales en derechos y deberes (artículo 566), que los cónyuges deben respetarse y ayudarse mutuamente y actuar en interés de la familia (artículo 67), o que los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente; debiendo, además, compartir las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y descendientes y otras personas dependientes a su cargo (artículo 58).

Pero, tampoco está de más el recordarles que igual que el matrimonio une, como una manifestación libre de la voluntad de los contrayentes, también existe la posibilidad que por una decisión voluntaria de uno de los miembros, o bien por mutuo acuerdo, se elimine dicho vínculo mediante el divorcio.

Quienes hemos vivido una experiencia de separación o divorcio sabemos que, salvo raras ocasiones donde predomina, en algunos casos el beneficio de los hijos o porque por la madurez de ambos se prefiere finiquitar una relación que no da de más, produce un desequilibrio emocional en ambos; no en vano la unión matrimonial o relaciones more uxsorio o a modo de matrimonio -sin vínculo matrimonial- suele tener su germen en el amor, salvo algunos que pueden tener su base en un móvil de tipo económico o social, aunque éstos no suelen ser lo habitual; desequilibrio que debería llevar a quienes no pueden controlarlo a buscar la asistencia médica o psicológica necesaria, por su propio bien y de quienes le rodean.

Es cierto que, cuando la unión matrimonial o extramatrimonial se sustenta en el amor, aunque éste desaparezca, queda un poso de vacío existencial, la nostalgia de aquellos momentos felices se apodera de nuestro ser; pero, también lo es que de amor al odio hay un paso y que muchas personas no perdonan el hecho de ser dejados por su pareja. Entonces, aquí entra el juego sucio, el excesivo ruido que se genera durante el proceso de separación y/o divorcio, suele desembocar en una cantidad de reproches que nunca habíamos pensado, eso sin contar con el reparto de bienes que puede  no sea lo más equitativo para ambos.

El problema viene cuando es ruido continúa después de la ruptura, cuando los chantajes emocionales, las amenazas y extorsiones se convierte en un hábito para recobrar o mantener la posesión de la expareja, desembocando finalmente en agresiones frente  a los cuales la reacción judicial no suele ser muy efectiva o acertada, terminando en muchos casos, con el homicidio que, como viene siendo habitual las víctimas suelen ser los propios hijos o la mujer o ex pareja femenina, que tan frecuentemente tiñen de luto muchos de nuestros días a lo largo del año, ante lo cual la sociedad se plantea la pregunta del porqué de tanta inquina.

La respuesta no es otra que la apunta al inicio, es decir, el sentimiento de posesión de la mujer: “la mate porque la amaba, la maté porque era mía”, aparte de un gran desequilibrio mental no tratado, cuya base no es otra que la propia educación patriarcal recibida o aprendida, lo que nos lleva a pensar que la propia sociedad viene a ser responsable de no querer o no saber cambiar hacia una educación de respeto e igualdad entre los miembros de la pareja, atribuyendo roles en función del sexo, donde la mujer siempre suele llevar la mayor carga.

Dejándonos llevar por la repulsa hacia ese tipo de mal llamados hombres, pues su hombría, como conjunto de características y cualidades morales que se consideran propias de un hombre queda eliminada por actos tan execrables como son las agresiones a sus exparejas, la respuesta social, como no puede ser otra es exigir justicia, una justicia proporcional y adecuada al daño provocado, no sólo a nivel individual sino también social, al haberse convertido este tipo de conductas en una lacra social que, parece ser imposible de eliminar.

“La respuesta no es otra que la apunta al inicio, es decir, el sentimiento de posesión de la mujer: “la mate porque la amaba, la maté porque era mía”, aparte de un gran desequilibrio mental no tratado, cuya base no es otra que la propia educación patriarcal recibida o aprendida”

 

La justicia debe existir, tal vez siendo más dura de lo que es en sus resoluciones, donde en muchos casos la mujer es cuestionada o considerada causante de la reacción criminal de su pareja, lo cual no estaría de más sino fuese porque también muchos jueces están imbuidos de esa educación patriarcal a la que estamos aludiendo, en vez del esclarecimiento neutro de los hechos en la valoración de las pruebas presentadas y su enjuiciamiento; pero fundamental es la concienciación social en educarnos en principios de libertad, igualdad y respeto a nuestras parejas, porque sólo así podremos también educar a nuestros hijos, condenando el sometimiento o sumisión de la mujer. Es por ello que, tal vez, no estaría de más decir a nuestras parejas que no somos suyas ni de nadie y jamás lo seremos.

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