QUE LE CORTEN LA CABEZA

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Hay santos y santos, personas y personas, creyentes, agnósticos, ateos, pero de lo que más abundan son aquellos que tienen vocación de jueces, aunque sin toga ni birrete, gente que parece que se bañan todos los días en agua bendita o al menos, que se creen con el poder suficiente, no sé si por su posición, sus creencias, experiencias o porqué narices, de juzgar a los demás.

 

Algunos pensarán que haciendo lo que estoy haciendo estoy incurriendo en la misma conducta que he empezado por criticar, aunque lamento defraudarles, porque hay dos formas de juzgar, una llevando al patíbulo a quien se juzga y otra, para corregir, valga la expresión, de forma fraternal y humana ante una conducta inapropiada. Pero, también hay otra diferencia en cuanto a quien juzga, pues los hay quien lo hacen desde una posición de superioridad, quizá porque se creen mejores; o quien lo hace desde la misma altura o al menos sin perjuicios. Pero, aún así, haciéndolo con la mejor de las intenciones y desprovisto de superioridad moral, nadie, absolutamente nadie es quien para juzgar a los demás a nivel personal.

Somos muy propensos, y estoy utilizando el plural mayestático, de juzgar a nuestros semejantes, sin pararnos un instante a calzarnos sus mismos zapatos, a ponernos en su piel…,  y nos quedamos tan frescos. Incluso, los hay, quien con una falsa humildad piden perdón antes de emitir su juicio, como si con ello su acción -y aquí no utilizo el mismo plural que antes-, fuesen mejor. Quizá aquí debería traer a colación una frase de una persona buena, santa, Teresa de Calcuta, que dice: “si juzgas a la gente, no tienes tiempo para amarla”, o el ejemplo del mismo Jesús de Nazaret cuando dijo “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”, demostrando su amor ante María Magdalena, condenada socialmente por prostituta…, y lo hago por quienes desde los altares y los púlpitos se dedican a cortar cabezas

Pero, ¿por qué hago este juicio social?.

Motivos hay muchos, quizá porque no me guste en el mundo en el que vivo, quizá porque desde niño me he visto, creo que como la mayoría, sometido al juicio de los demás, a un juicio de comparación, a un juicio de desaprobación, pero, aún peor, a un juicio destructivo, el peor de todos. Aunque, he de reconocer, que algunos, sobre todo los que se me hicieron con buena fe, amor o sin saberlo hacer de otra manera, me sirvieron para mejorar en conductas censurables o inapropiadas. Pero, el que hoy me haya convertido en censor social lo es porque en los últimos días he visto un comportamiento que me ha hecho recordar mi paso por la Facultad de Derecho, en concreto de una reflexión hecha en clase de Derecho Penal de que cualquier persona y cualquier situación puede convertirse en apta para delinquir y todo, precisamente, porque somos seres humanos, porque no somos perfectos.

“cualquier persona y cualquier situación puede convertirse en apta para delinquir y todo, precisamente, porque somos seres humanos, porque no somos perfectos.”

 

Delincuente es aquella persona que comete un delito, o lo que es lo mismo, una acción punible por estar tipificada como tal en una Ley Penal, pero es muy importante un elemento para que el juzgador imponga la pena como castigo, que no es otra cosa que el ánimo de delinquir o “animus delinquendi”, el cual evidentemente debe ser demostrado o probado en un juicio justo, en un juicio en el que exista un verdadero equilibrio e igualdad entre partes, lo cual es muy bonito visto de esta manera, aunque la realidad dista mucho de esta oportunidad que nos da el sistema para demostrar nuestra inocencia, porque en muchas ocasiones dicho equilibrio no existe y, por lo tanto, el juicio deja de ser justo para convertirse en una desafortunada pantomima, en una representación teatral de las muchas que estamos acostumbrados a ver en esta nuestra sociedad; siendo la razón de ello en que la justicia para que sea realmente favorable a nuestros intereses cuesta dinero, y bastante, de manera que la justicia se convierte en una auténtica falacia cuando el que está siendo juzgado no puede pagarse un buen abogado, teniendo que recurrir a la justicia gratuita y no porque  los abogados del turno de oficio sean malos o no estén preparados para ello, sino porque su motivación, quizá no sea la misma cuando el que paga es el papá Estado, y lo que paga no se adecúa a los servicios que se prestan y se hace tarde, mal y nunca. Aunque en algunos casos, también lo sea por no estar suficientemente preparados para lo que van a hacer, sobre todo porque el que mucho abarca poco aprieta, y los abogados especializados salen muy caro.

No soy yo quien lo dice, sino el propio Tribunal Supremo anulado la designación de un abogado de oficio a un recurrente en casación al apreciar “una falta absoluta de defensa” en su recurso, lo que califica de “collage de consideraciones jurídicas”, “carentes de ligazón discursiva” y “huérfanas” de correspondencia con las objeciones que plantea, sosteniendo en ocasiones “una cosa y su contraria”, tal y como publica delajusticia.com, a cuya lectura les remito.

Es por ello que todo lo que aparece en una sentencia no es, ni mucho menos palabra de Dios, ni que los hechos que aparecen como probados sean realmente la realidad absoluta. Además, en un juicio, aparte de los abogados, intervienen una serie de profesionales que por su condición de funcionarios sus valoraciones e informes se tienen por ciertos como una presunción “iuris tantum”; latinajo que significa que lo que ellos afirman puede ser contradicho si se logra demostrar lo contrario, lo que me lleva también a afirmar que quienes pueden pagarse unos buenos peritos que puedan romper dicha presunción, tienen más oportunidad para que la balanza de la justicia se incline hacia su lado.

Por supuesto, que todo tiene sus excepciones, pero lo que está claro es que no todos los que están en la cárcel merecen estar en ella, y mucho menos juzgados con la crueldad que a veces lo hacemos desde la sociedad, sin pensar que, en muchos casos, están entre rejas porque son víctimas del sistema, provenientes de familias desestructuradas, de barrios marginales o que, simplemente se han visto abocados a delinquir como modo de supervivencia, y no es demagogia. Distinto de quienes teniéndolo todo quieren mucho más -y ya saben a quien me refiero-, o de quienes cometen delitos de lesa humanidad.

No quiero, ni pretendo  hacer apología de ningún delito o conducta reprobable, no. Siendo de justicia que quien delinque pague por sus actos, con penas adecuadas y proporcionadas a sus delitos, por haber entrado en deuda con la sociedad y con la víctima -abarcando no solamente al sujeto contra quien se ha perpetrado el acto punible, sino también a quienes les rodean, familiares y amigos-. Pero, también, es de justicia que cuando individualmente juzguemos a alguien lo hagamos con la suficiente prudencia, pero sobre todo teniendo en cuenta que, como se ha dicho antes, ni tú ni yo estamos libres de que un día pudiéramos estar ante un juez, y que por ello no merecemos ser repudiados socialmente, a no ser que entremos en el tema de la venganza personal o de defender largas penas de prisión que, en vez de cumplir con su función que, no es otra que la reinserción social, se pretanda la destrución de la persona condenada. Ahora bien, si queremos politizar el derecho penal, sacando rentabilidad de posiciones cada vez más represoras, entonces volvamos a la pena de muerte, así muerto el perro se acabó la rabia.

“Ahora bien, si queremos politizar el derecho penal, sacando rentabilidad de posiciones cada vez más represoras, entonces volvamos a la pena de muerte, así muerto el perro se acabó la rabia.”

 

Juzgar

 

 

Tampoco quiero desaprobar la reacción de familiares de las víctimas, de su sentimiento de impotencia, de su deseo de justicia, quien soy yo para hacerlo. Su sufrimiento inconmensurable merece la comprensión de todos. Pero, insisto, si queremos ser justos, seámoslo a todos los niveles.

 

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