EL DIVÁN DE MI VECINA. MI QUERIDA ESPAÑA

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Hace unos días al salir al balcón con el objeto de comprobar el tiempo que hacía para  salir a la calle con la ropa adecuada debido a la variabilidad de la climatología en este verano, encontré el de mi vecina engalanado con la bandera patria,

lo cual no me sorprendió debido a la eliminatoria del campeonato de fútbol que el pasado sábado nos regaló un 3-0 en el partido de nuestra selección frente a la italiana, lo que a muchos nos hizo revivir la época dorada de cuando resultamos campeones del mundo en aquel mundial de Sudáfrica de 2010; pero no tardó mucho en disiparse mi pensamiento, pues encontrándome absorto en tales cavilaciones me hizo volver a la realidad los buenos días de aquella con la diplomacia que la caracteriza esbozando esa sonrisa que siempre me ha parecido forzada.

Como es de buen nacidos ser agradecidos le agradecí su saludo, devolviéndoselo de la misma manera, acompañado de la obligada pregunta acerca de la bandera, eso sí, con cierta ironía por mi parte, ya que desconocía su afición por el fútbol: “Qué vecina, ¿animando a la selección?. Su respuesta, frunciendo el entrecejo fue de sorpresa: “¿Qué selección?”: “La española, ¿cuál va a ser?”, respondí yo.

Agitando ella levemente la cabeza a modo de desconcierto, siendo conscientes ambos que estábamos ante un diálogo de besugos, con el fin de dar por terminada tanta interlocución volvió a lanzarme una nueva pregunta: “¿a qué te estas refiriendo vecino?”. Entonces me di cuenta que mi vecina no era aficionada al fútbol, sino que, ni tan siquiera, había visto el partido al que me estaba refiriendo, con lo cual mi nueva pregunta fue directa: “entonces si no se debe al fútbol, ¿cuál es el motivo para que tengas engalanado tu balcón de tal manera?”. “Pues cuál va a ser”, respondió ella, añadiendo: “la unidad de España”.

 

¿cuál es el motivo para que tengas engalanado tu balcón de tal manera?”. “Pues cuál va a ser”, respondió ella, añadiendo: “la unidad de España”.

 

Todo mi gozo en un pozo. Lo que prometía ser una interesante conversación sobre fútbol quedó en lo de siempre, en una confrontación política, a todas luces tan cansina como siempre pues de todos es sabido que la sintonía entre mi vecina y yo acerca de este tema, como en muchos, no es muy  buena, por lo cual decidí evadirla. “Bueno vecina, me tengo que marchar”, añadiendo en tono socarrón: “me parece estupendo que defiendas tus ideales y que presumas de ser española”.

Pero ella, habiéndose percatado de mi guasa, me  hizo el ofrecimiento que yo menos deseaba en ese momento: “pasa vecino, y te tomas con café rápido”. “No vecina”, respondí añadiendo: “gracias, pero no tengo tiempo”. Pero como ella sabe de mis costumbres volvió a acorralarme como si se tratase de una partida de ajedrez en la que estaba a punto de hacer el “jaque mate”, respondiendo: “que más te da tomártelo en mi casa que en el bar de abajo”.

Me había vencido con su astucia de mujer. “Bueno, vecina, paso pero no me entretengo mucho”.

He de reconocer que mi vecina hace unos estupendos capuchinos, con esa espuma que se te queda en el labio superior, a mí también en el bigote; pero para evitar que pudiera atragantárseme fui decidido a no entrar al trapo de sus cuestionamientos. Pero, mi equivocación, intentando desviar la conversación sobre su ortodoxa convicción acerca de la unidad del país, fue volver hacer alusión al mencionado partido de fútbol ensalzando la victoria y el juego de España, pues eso sirvió para retomar la conversación que ella había pretendido iniciar en el balcón. Así que, haciéndome tomar asiento en el diván de siempre mientras ponía en la pequeña mesa situada a mi derecha, llena de cuadros de su familia, pero sobre todo de ella en varias poses y escenarios, además de una pequeña bandera roja y gualda, me espetó a bocajarro: “estoy de los catalanes hasta el… cogote”, contuve la respiración ante tal pausa, pensando que iba a decir otra parte del cuerpo menos pudorosa; así que pensando que su cabreo no era tan grande le argumenté que no todos los catalanes eran iguales, ni que tampoco  todos deseaban la independencia.

Ya la montaron en la época de Azaña, siempre son los rojos quienes la montan”. Cogí aire para intentar que mi respuesta fuese lo más civilizada posible: “¿no será que los rojos, como tú dices, son los que siempre han luchado por los derechos civiles y por la democracia en este país?”. Su repuesta fue una carcajada llena de bilis. “Sí, matando a la gente como en Paracueyos del Jarama”.

La cosa se ponía complicada, prometiendo ser muy reñida para tan temprana hora, por lo que volví a retomar mi propósito inicial de no iniciar una guerra dialéctica, así que, contesté: “vecina lo peor de la guerra civil no fue en si la propia contienda, pues en ambos bandos murieron, incluso, hermanos de sangre, sino la muertes y la represión posteriores a manos de los vencedores sobre los vencidos”. Pero, ante argumentos tan manidos y desagradables, me tomé el café prácticamente de un sorbo, apresurándose a levantarme para no dar lugar a más discusión que, por otra parte, no era la primera vez que teníamos; pero sobre todo, porque me di cuenta que el problema no era mi vecina realmente, sino que ella es reflejo de la sociedad española donde si no se hace sangre de las ideologías no somos nosotros mismos, donde la confrontación es la tónica habitual, donde la negociación se convierte en imposición. Hoy es Cataluña, mañana el País Vasco, y hasta el condado de Treviño.

Adiós vecina”, fue mi despedida. Un adiós con mucha tristeza y decepción, por ella, por mí, por todos, viniéndose a mi cabeza la letra de aquella canción de la inolvidable Cecilia, que fue censurada  y cambiada por otra: “mi querida España, esta España viva, esta España muerta”

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