LA RESACA DEL BLACK FRIDAY

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Dijo Séneca: “Compra solamente lo necesario, no lo conveniente. Lo innecesario, aunque cueste un solo céntimo es caro”

Viernes, 24 de noviembre de 2017.
 

08,00 horas: AM. Mi mujer agita mi cuerpo inerte todavía sumido en el sueño de Morfeo, me despierto sobresaltado, no es para menos, quejándome de su manera brusca de despertarme. No tarda en recordarme mi promesa de dedicarle este día para cumplir con el tercer mandamiento del capitalismo: “capitalizarás las fiestas”.

08,05 horas: AM. Me dirijo a la cocina llevándome por delante todo lo que encuentro por el camino, todavía mi cuerpo no ha reaccionado, sigo bajo los efectos traumáticos de tan duro despertar. Me preparo un café sólo, bien cargadito. Tomo mis pastillas, entre ellas la de la tensión porque la debo tener por las nubes. Ella me exige mayor rapidez. “¡¡Vamos, que estas dormido!!”. Me abraso la lengua.

08,15 horas: AM. He tomado el café casi de un sorbo, toca la ducha. Empiezo a entrar en agujas, mi cuerpo empieza a reaccionar a la cafeína y al agua que cae sobre mi cuerpo, mientras ella me dice, de nuevo, que me apresure, conocedora del tiempo, tal vez en exceso, que dedico a esta tarea.

08,30 horas: AM. Casi me saca a la fuerza del baño. Luego se queja que no lo limpio. Malditas prisas.

08,36 horas: AM. Me dispongo a vestirme. Sabiendo lo que me espera cojo la ropa y el calzado más cómodo.

09,30 horas: AM. Por fin he disfrutado de un poco de sosiego. Una hora de espera desde que ella entró al baño. Me ha dado tiempo para volverme a tomar tranquilamente otro café, responder a los emails que tengo pendientes en mi cuenta de correo -uno docena aproximadamente- y leer apaciblemente los titulares de las noticias en los medios digitales. Ella sigue con el mismo estrés. Me entran ganas de echarle un trankimazín al zumo de naranja que también en la larga espera me ha dado  tiempo a prepararle.

09,35 horas: AM. Me dirijo al garaje para sacar el coche. El maletero, como siempre, está lleno de cosas que se van dejando y que nunca se ordenan. Recojo las cosas que más ocupan y las subo a casa. “¿Qué haces aquí?”, me pregunta ella echándome en cara que todavía no haya sacado el coche del garaje. “No, si llegaremos a media mañana”, añade.  “Ni que tuviéramos que fichar”, pienso yo sin verbalizarlo, por si las moscas.

09,50 horas: AM. Me toca esperar de nuevo. En este caso casi diez minutos en doble fila y con amonestación del policía local de turno. Por fin llega. Nos ponemos en marcha. Aprecio una pequeña sonrisa en su cara.

10,00 horas: AM. Llegamos al parking del centro comercial. Vaya por Dios, no podía ser de otra manera, una larga cola para entrar. Caras largas de maridos pacientes y sonrientes de esposas esperando al gran festín.

10,15 horas: AM. Seguimos en la cola del parking. Ella se empieza a inquietar. No para de despotricar ante la larga espera. “Si hubiésemos salido antes”, me reprocha. Me rio de forma sarcástica.

10,20 horas: AM. Se baja del vehículo y quedamos en vernos en el interior del centro comercial. “Llámame al móvil cuando hayas aparcado y te digo donde estoy”. Me quedo más tranquilo. Aprovecho para poner la música alta para tratar de no pensar mucho en la tortura que me espera, acordándome del año pasado.

10,30 horas: AM. Por fin he aparcado el coche. La llamo al móvil, y lo que me esperaba, no lo coge. Insisto varias veces, lo coge y me dice donde me espera.

10,45 horas: AM. Llego al lugar donde hemos quedado. No la encuentro ante la gran muchedumbre que abarrotaba el establecimiento. Empieza la búsqueda de “encontremos a wally”. Como un periscopio intento ponerme de puntillas y estirar mi cabeza para intentar divisiar a mi mujer, para ello intento recordar la ropa que lleva puesta.

11,00 horas: AM. Suena mi móvil.  Es ella: “¿Dónde te has metido?”, me pregunta medio enfadada. “Te estoy buscando y no te encuentro”. “¿Dónde estás?”, me vuelve a preguntar. “Pues donde me dijiste”, le respondo un poco nervioso. “Ya no estoy allí… había mucha gente”. Me tranquilizó el pensar que no me tenía que enfrentar a tal marabunta. Me dice el nuevo lugar en el que se encuentra, enfrente del anterior. Me doy la vuelta y más de lo mismo, gente y más gente, autómatas en busca del mejor precio. Todo mi gozo en un pozo.

11,05 horas: AM. Me dispongo, de nuevo, a iniciar la búsqueda. La diviso al fondo. ¡¡¡Victoria!!!. Me dirijo a ella intentando salvar la distancia de unos diez a quince metros que nos separaba, buceando entre el gentío y esquivando algunas prendas que en el recorrido me encontraba tiradas en el suelo y que se enredaban en mis zapatos. No es fácil avanzar.

11,10 horas: AM. Llego al expositor donde se encontraba pero, ya no está. De repente veo que un montón de pantalones, blusas, abrigos, bolsos y no sé cuántas cosas más, creo que se llaman complementos, de todos los colores y marcas se dirigen hacia mí como si de un fantasma se tratase o un muñeco de trapo que hubiese adquirido vida. Llegando donde me encontraba veo que de repente se asoma una cabeza de entre tanta ropa, la de mi mujer. ¡¡¡Eureka!!!.

11,30 horas: AM. Después de un largo cuarto de hora, llegamos ambos a la cola de la caja. Vaya cola. Eso parecía la entrada al Santiago Bernabéu en el derbi de los dos Madrid. Daba casi dos vueltas al establecimiento. Le pido que me pase parte de la ropa para evitar que cargue ella con toda.

11,40 horas: AM. Mi mujer se cansa de estar a la cola. El síndrome de la compra compulsiva parece haber vuelto a apoderarse de ella. De repente me veo con toda la ropa encima de mis brazos. “Voy a mirar unos vestidos que he visto y que están muy bien de precio”. Tragué saliva para hidratar mi garganta seca del aire caliente que salía de unos grandes tubos que colgaban del techo, sin que casi me diera tiempo a preguntar qué si no le bastaba con lo que había cogido, ante la repentina orden. “Llámame cuando estés llegando a las cajas”. Desapareció entre el tumulto

12,15 horas: PM. Media hora de espera en una cola interrumpida en numerosas ocasiones por gente que pedía paso para desplazarse de un lado a otro de la tienda. Tiempo suficiente para hacerme casi amigo de otro  sufrido marido que detrás de mi hacía lo propio. “¿Dónde se habrá metido mi mujer?”, me dijo. “Paciencia” dije yo intentando tranquilizarle después de media docenas de llamadas tanto suyas como mías a nuestras respectivas. Su mujer llegó después de diez minutos, la mía, sin embargo, ni siquiera cogía el teléfono y las cajas estaban apenas  a diez personas de distancia.

12,30 horas: PM. Después de quince minutos llamándola con cierta compulsividad termino dándome cuenta que su bolso lo tengo colgado de mi hombro y su teléfono dentro de él. Mi paciencia está llegando a su límite.

12,35 horas: PM. A dos personas de distancia de las cajas y sudando como un pollo, por fin aparece ella con otro montón de ropa, éste más pequeño que el que soportaba yo. Le suelto la que había dejado en mis brazos sobre ella, haciendo un solo monto que volvió a sepultar su cabeza, me descuelgo su bolso de mi hombro y lo cuelgo sobre el tuyo. Desaparezco. “Te espero fuera, no aguanto”, fueron mis últimas palabras. A medida que me voy alejando consigo oír a la mujer que había estado delante de mí en la cola que le decía a la mía: “yo a estas cosas no traigo a mi marido, ni por aguantarlo”, “a mí me viene muy bien para que espere a la cola”, le contestó mi amada esposa.

01,00 horas: PM. Por fin llega al banco donde intentaba descansar de tan ardua tarea. “Me he entretenido”, dijo. “¿En qué?”, le pregunte sin obtener respuesta, tal vez porque mi pregunta era lo suficientemente estúpida como obvia hubiese sido su respuesta.

01,05 horas: PM. Después de dividir las bolsas repletas entre ella y yo, me dispuse a iniciar el camino hacia el parking. “¿Dónde vas?”, preguntó, “Vamos a entrar en ese otro establecimiento”, añadió, sin dar tiempo a que yo pudiese contestar a su nuevo deseo.

01,15 horas: PM. La guerra empieza de nuevo con la diferencia que ahora no me podía evadir ante un “me acompañas” que salió de sus labios con cierta ternura, no dándome opción a decirle que no, sino quería quedar como un mal marido poco colaborador y mal educado. Qué remedio.

15,00 horas: PM. Termina el calvario, tres bolsas cada uno. Las suyas más repletas que las mías, quizá para no sobrecargar mi maltrecha espalda, o tal vez para que no siguiera quejándome de cada paso que ella daba.

15,15 horas: PM. Llegamos al coche, en silencio, exhaustos, al menos yo. No me atreví a preguntar cuánto se había gastado. No quería amargarle ni amargarme yo el resto del día pensado en esos números rojos que estaban ocupando mi cabeza desde que abandonamos la última tienda.

16,00 horas: PM. Por fin en casa. Yo agotado, ella al parecer no tanto pues se dispuso nada más comer un sándwich​ vegetal y una pieza de fruta a hacer un paso de modelos ante mí. Qué privilegio. Adiós siesta, pensé con la resignación de quien no tiene ninguna opción de salirse con la suya.

El resto del día y fin de semana no importa, sólo resaltar su felicidad después de unas largas jornadas de “ropaterapia”.
Lunes 27 de noviembre de 2017
La resaca del Black Friday, dos bolsas de ropa para descambiar. No pregunte el porqué. Aunque me hizo feliz pensando que el agujero en nuestra cuenta corriente iba a ser menos grande que el esperado.

La felicidad no duró mucho. Es cierto que nos pasamos media vida pensando en el pasado y la otra pensando en el futuro, sin vivir el presente. En este caso mi cabeza empezó a torturarse pensando en la Navidad, noche vieja y sus trajes de luces, Reyes y rebajas de enero, San Valentín, rebajas de primavera, vacaciones en primera línea de playa, rebajas de verano, vuelta al cole y comienzo de coleccionables, temporada otoño invierno, y rebajas de septiembre, puentes, Halloween, y de nuevo otro black friday y otra vez navidad, sin olvidar cumpleaños, aniversarios, bautizos, comuniones y bodas con su respectivo IBAN en la invitación. En fin una tortura mental y una cuenta corriente bastante mermada. Pero ella lo vale.

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