A LOS PAPÁS

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Julia era una niña afortunada aunque no era consciente de ello. Para ella, era normal levantarse y encontrar el desayuno preparado todas las mañanas, marchar a clase y ser despedida con un beso, llegar del colegio y ser recibida con un cariñoso abrazo o dormir bien arropada con un cuento de piratas. Todo ello era normal y ningún niño merece menos que eso.
También había momentos quizá no malos, pero sí menos buenos. Cómo cuando la regañaban por subir demasiado alto a los árboles o por jugar demasiado cerca de la carretera. O cómo cuando había coliflor para comer. Hoy era precisamente eso lo que encontraría al llegar a casa, lo sabía por el olor pestilente que percibía de la cocina pero no iba a permitir que eso le arruinase el día.
Hoy se había prometido a sí misma que sería un día feliz en el que sólo habría sonrisas y si para ello tenía que aguantarse algún puchero, lo haría. Daría su mejor esfuerzo por que nada estropease aquel día tan importante y por eso, pese a que aquel olor desagradable la acompañó hasta al autobús, se despidió con una enorme sonrisa pintada en el rostro.
En el colegio hoy también debía dar su mejor esfuerzo. La profesora de Plástica les había prometido que harían una preciosa sorpresa para un día tan especial como aquel. Toda la clase estaba ilusionada, todos sin excepción querían llegar a casa y sorprender a sus padres, ver sus caras al recibir su sorpresa y hacerles saber que eran los mejores padres del mundo y cuanto les querían. Pese a que a veces fueran regañones o hicieran coliflor para comer.
La mañana pasó rauda mientras Julia amasaba arcilla, la aplastaba con sus manitas y dibujaba delicados detalles con un trozo de palillo. Estaba ansiosa porque ésta secase para así poder pintarla de vívidos colores. No le importaban ni las preguntas incómodas de los demás niños ni las frases que la profesora dijo que debían poner. “Al mejor padre del mundo” y “Feliz día, Papá” no se ajustaban a lo que ella quería, pero no importaba. Decidió que ella misma inventaría su propia frase.
Todo el trabajo mereció la pena al llegar a casa. Ahí estaban como siempre los abrazos, las sonrisas y los “¿Qué tal ha ido el día, princesa?” y ahora ya no pesaban ni las uñas manchadas de arcilla ni los comentarios a hurtadillas de los otros niños.
“Julia es rara”
“¿Por qué no lo hace como nosotros?”
“¿Por qué no escribe lo que dijo la profesora?”
“¿Por qué lo hace más grande?”
“¿Por qué…?”
Porque Raúl y Manuel eran dos padres afortunados y eran conscientes de ello. Tenían una hija preciosa que iluminaba sus vidas desde el día en que pudieron traerla a casa. Podían cada mañana prepararle el desayuno, verla partir al colegio despidiéndola con un beso y recibir un cariñoso abrazo al llegar a casa o arroparla y contarle su cuento de piratas preferido antes de dormir. Y hoy les había hecho un precioso plato de arcilla, pintando con sus pequeñas manos “A mis papás, los más buenos del mundo”.
Todo ello era normal y ningún padre merece menos que eso.
 
 

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