¿SE DEBERÍA PERMITIR EL DOPAJE EN EL DEPORTE PROFESIONAL?

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Estamos en plena época de olimpiadas, los atletas hacen sus impresionantes despliegues de fuerza y habilidad para gloria de su país y disfrute de los espectadores.

En teoría una perfecta meritocracia donde esfuerzo, trabajo y sacrificio personal logran resultados y convierten a los ganadores en un ejemplo para el mundo. Sin embargo, la descalificación de una parte importante de la delegación rusa por un escándalo de dopaje sistematizado trae, de nuevo, la sombra del dopaje a esa imagen perfecta e idealizada del deporte profesional.

El uso de sustancias químicas para aumentar el rendimiento se remonta, prácticamente, a las primeras ediciones de las renacidas olimpiadas, en 1904 el ganador de la medalla de oro en la prueba del maratón, Thomas Hicks, reconoció que su entrenador le había dado una pequeña cantidad de estricnina para lograr el éxito.

Es a mediados de los años 50 del siglo XX con la llegada de los esteroides anabólicos cuando la diferencia de rendimiento entre atletas “naturales” y con ayudas químicas se hace evidente, precisamente será el equipo de halterofilia ruso quien comienza a usarlos, seguido rápidamente por los Estados Unidos.

En plena guerra fría los grandes bloques llevan su competencia al deporte, destacando especialmente el equipo femenino de la República Democrática Alemana que logra grandes éxitos gracias a un vigoroso programa de doping organizado, de nuevo, desde el estado. A partir de ese momento el uso de sustancias dopantes se extiende a cualquier país o deportista lo suficientemente ambicioso para intentar aprovechar una ventaja a pesar del riesgo de ser atrapado o poner en peligro su salud.

En 1988 se le retira la medalla de oro en la prueba de 100 metros lisos al esprínter canadiense Ben Johnson  tras dar positivo en varias sustancias prohibidas. Lo mediático del caso obliga al COI a tomar medidas y adoptar una postura más dura contra el dopaje, creando unos años después la Agencia Mundial Antidopaje (WADA). Esto dará lugar a un juego de gato y el ratón entre los laboratorios internacionales que realizan las pruebas y los atletas/entrenadores que buscan utilizar nuevas sustancias que no puedan ser detectadas por dichos laboratorios.

No cabe duda que el deporte de alto nivel sea atletismo, fútbol, baloncesto, ciclismo, o cualquier otro con los suficientes seguidores, mueve dinero, fama y prestigio, tanto para el deportista que participa como para el país que representa. Estos intereses hacen que los atletas estén siempre presionados para buscar nuevos métodos de entrenamiento, alimentación o tecnológicos que les ayuden a marcar la diferencia en un juego cada vez más igualado pero hay otra parte, desde el público general les pedimos mejores marcas, batir más records o jugar más partidos y con más intensidad.

Cuando en un deporte las marcas se estancan este comienza a perder interés, es necesario que Usain Bolt reviente todos los records de velocidad para que se vuelva a hablar del atletismo en los informativos, queremos mejores resultados pero al mismo tiempo les cerramos una serie de ayudas médicas que están cada vez más presentes en el día a día del resto de la sociedad. Desde antiinflamatorios, terapias de sustitución hormonal para la menopausia o para la pérdida de masa muscular al inefable viagra.

Las ayudas médicas están presentes en la sociedad para hacernos la vida más sencilla y, precisamente, mejorar nuestro rendimiento pero, en el caso de los deportistas, cambiamos las reglas. Llegamos a invadir su privacidad y limitar su libertad, obligándoles a que se sometan a pruebas invasivas en cualquier momento del día y de la noche, situaciones estrafalarias como obligarles a realizar pruebas de orina con un técnico delante o que informen de sus movimientos con meses de antelación para demostrar que están “limpios”. 

Se están invirtiendo ingentes cantidades de dinero en una guerra al dopaje que, aparentemente, da muy pocos resultados, por cada sustancia que se descubre surgen más o más maneras de enmascararlas. Los números hablan por si mismos, el WADA testea anualmente casi 300.000 muestras y solo obtienen un 1-2% de resultados positivos.

“Se están invirtiendo ingentes cantidades de dinero en una guerra al dopaje que, aparentemente, da muy pocos resultados, por cada sustancia que se descubre surgen más o más maneras de enmascararlas.”

Mientras tanto, algunos estudios independientes a partir de entrevistas anónimas, análisis estadísticos y otras técnicas estiman que el 39% de los atletas podría estar haciendo uso de sustancias prohibidas, incluso el 70% en algunos deportes.

Grandes figuras de esa lucha antidoping comienzan a mostrar cansancio y una visión mucho más permisiva: Don Catlin, director del primer laboratorio anti-doping ha declarado que su trabajo en el laboratorio ha fallado y fallará en el futuro, mientras que Doug Logan antiguo presidente de la Federación de Atletismo de los USA y duro perseguidor de los que saltaban las reglas, lleva unos años defendiendo una política mucho más abierta.

Y estamos solo comenzando a investigar terapias genéticas e intervenciones quirúrgicas que dejarán los métodos de dopaje actuales totalmente obsoletos.

En teoría el deportista que se dopa juega con ventaja sobre el resto pero quién tiene acceso a más y mejores instalaciones también tiene ventaja, un buen equipo ortopédico y de fisioterapia puede jugar una gran diferencia a la hora de recuperarse de una lesión, la nutrición especializada, la cámara hiperbárica usada por Novak Djokovic, el traje de Michael Phelps desarrollado en colaboración con la NASA, incluso las becas y ayudas que permiten una dedicación exclusiva, todo ello es inclinar la balanza desde el esfuerzo individual hacia quien tiene acceso a más recursos.

La fuerza del dopaje
La fuerza del dopaje

Otro argumento esgrimido desde las instituciones anti-dopaje es la salud de los deportistas. Un exceso o una mala aplicación de estas sustancias puede causar daños potencialmente letales y unas consecuencias a largo plazo aún desconocidas.

El problema es que mientras se mantenga como algo ilegal no se podrá exigir ningún tipo de estándar de control o de aplicación, el ejemplo son las de transfusiones de sangre realizadas por el equipo de Lance Armstrong, sin ningún tipo de control o la eritropoyetina (EPO) que normalmente se sintetiza en unidades renales de los hospitales pero que se en ese caso se realizaba en laboratorios ilegales sin las consiguientes garantías sanitarias.

Sobre sus efectos a largo plazo, de nuevo, mientras se trate de una actividad ilícita difícilmente podrán intervenir los investigadores y actuar para estudiarlo.

A pesar de todo el texto anterior, no quiero dejar la impresión de que personalmente esté a favor del dopaje. Creo que jugar con el sistema endocrino o circulatorio de una persona por obtener un poco de ventaja en un deporte es un peligro y un riesgo para la salud innecesario pero, a pesar de la imagen habitual, cualquier deporte a alto nivel busca llevar al cuerpo a sus límites más extremos y eso es, básicamente, insano.

Además una legalización total del doping, sin duda, se acabaría extendiendo a las categorías inferiores con el peligro añadido que eso supone para atletas que aún no han terminado su desarrollo técnico y físico.

Sirva este texto como un ejercicio de reflexión. Debemos plantearnos si no estamos adoptando una postura ciertamente hipócrita al castigar a los deportistas que usan sustancias prohibidas al tiempo que les exigimos más y más resultados.

Las cifras muestran que estamos perdiendo la guerra contra el dopaje y, con la esponsorización de grandes marcas, el dinero en juego es cada vez mayor por lo que los incentivos y los recursos para hacer trampas serán mayores también.

No existen soluciones sencillas y definitivas a este problema pero mientras desde las instituciones nos sigan vendiendo la imagen de limpieza en el deporte y nosotros, como público, sigamos comprándola estaremos defendiendo un ‘status quo’ que beneficia a quien cuenta con más recursos y menos escrúpulos al tiempo que pone en peligro la salud de los deportistas.

Quizás debamos aceptar que siempre va existir el dopaje, virando hacia unas pruebas más basadas en monitorizar el estado físico de los participantes y menos en intentar adivinar qué sustancias han empleado.

La otra opción es tortuosa e, irremediablemente, pasa por utilizar nuestro poder de presión como espectadores para castigar no sólo a los deportistas individuales sino a las instituciones, clubs y patrocinadores que les den soporte de manera que se genere un cierto control interno. Cabe decidir ahora qué camino vamos a tomar.

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