EL PUNTO 38

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Trabajó conmigo hace tiempo una persona que cuando comentábamos las películas vistas durante el fin de semana, tenía su propio criterio para evaluarlas. Si empezabas a valorar la fotografía, las técnicas… zanjaba rápidamente la crítica/comentario con un rotundo: “Una mierda de película, vamos”, porque para él solo existía una forma de ver el cine.

© montaje plazabierta.com by Ángela Zapatero

 

 

Con el paso del tiempo parte de mi familia se ha dedicado, se dedica, a la producción audiovisual, y esa circunstancia me ha llevado a tener una idea más clara de que hay muchas formas de ver una película, como las hay de leer, de observar una pintura o de enfrentarse a cualquier tipo de creación ajena.

Ante el cine, en concreto, hay gente que da mayor importancia a como se hace, otros a qué se hace y otros a qué se cuenta. Yo soy de estos últimos, a mí me interesa lo que me cuentan por encima de cómo lo cuentan, y por eso pongo especial atención a la historia, al desarrollo de los personajes o las circunstancias ambientales que los rodean y los pueden determinar.

Y a todo esto, que me enrollo, he visto “Mientras dure la guerra”, de Amenabar. Ya había escrito sobre Amenabar y sus innecesarias declaraciones sobre la España actual y la herencia de Franco, antes de haberla visto, pero no esperaba que la necesidad de que la historia diera un resultado ideológico determinado llevara a retorcer unos sucesos y a unos personajes, hasta volverlos irreconocibles.

Puedo pasar por un Franco que quiere ser hierático y resulta casi tonto, pero tonto de babarse, por falta de expresividad. Puedo pasar por un Unamuno incapaz de enfrentarse a la situación y que, a ratos, es un pelele en manos del halago fascista. Pero no puedo pasar, porque es falso, por un Millán Astray de guiñol.

El Millán Astray que nos presentan es un tipo plano, un fanático sin más calado intelectual que gritar “Viva la muerte”, grito que al parecer provino de alguno de los espectadores y no del mismo general. A veces la necesidad dramática aconseja tomarse ciertas libertades. A veces la necesidad ideológica invita a fabular de forma paralela a la realidad. A veces las exigencias de éxito son permisivas con miradas a universos paralelos a la realidad que se dice contar, eso que se llama dramatización. Millán Astray era un personaje con una larga trayectoria militar e intelectual, porque, pese a quién pese, ser fascista, como ser comunista, socialista o liberal, no presupone una capacidad intelectual, o una falta de capacidad intelectual, inherente a la ideología practicada. Un hombre instruido, viajado, miembro de una familia en la que convivían personas de diferentes ideologías, y que eligió una forma de ver la vida.

Tampoco Unamuno es ese personaje atormentado por una permanente contradicción ideológica. Unamuno es un librepensador que denuncia sistemáticamente los abusos del poder, lo detente quién lo detente, y se enfrenta a ello desde una tribuna pública. No es un héroe, ni un cobarde físico como sutilmente desliza la película en la escena de la policía fascista, es un hombre público que intenta usar su prestigio para poner coto a los desmanes que se cometen a su alrededor sin que le importe quién los comete, ni en nombre de que pretendido ideal los comete. Un hombre para el que un abuso es un abuso sin posibilidad de apellidos. Un intelectual que usa su única arma, sus palabras, para denunciar las tropelías que llegan a su conocimiento. Tampoco dijo lo de vencer es convencer con el enfoque que lo presenta la película, pero es una frase tan rotunda, tan real, que no importa en qué contexto se utilice

Tampoco es cierto que Unamuno fuera sacado a duras penas del acto, de hecho, según cuentan los que de esto saben, desde allí se fue a su café tranquilamente y luego a su casa. Sin escolta, sin que su integridad física estuviera en peligro.

Es muy habitual, es cotidiano, que aquellos que profesan una ideología, y uso el verbo profesar con toda su carga, presupongan que todo el que no comparte la totalidad de sus actos y pensamientos sea, automáticamente, de la ideología contraria, y Unamuno padeció eso, y su culpa última fue intentar valerse de esos vaivenes para hacer oír con mayor rotundidad su voz, tal vez pensando, craso error, que si la crítica provenía de alguien cercano podría ser escuchada: Ni los socialistas lo escucharon, ni los fascistas tampoco, simplemente lo convirtieron en su enemigo. Enemigo de todos, amigo de la Verdad, que casi siempre es intolerable para los buscadores de la razón como propiedad incuestionable.

Oigo a mi alrededor, si Unamuno levantara la cabeza, denigrar el régimen franquista como autor de barbaridades contra los españoles, reo de sangre y sufrimiento, pero los mismos que denuncian esto callan y otorgan ante las barbaridades cometidas en tiempos de la república, sangre y sufrimiento de españoles que no siempre eran contrarios a ese régimen. Parece ser que unos lo hacían desde la legalidad de unas elecciones que muchos denuncian como fraudulentas y los otros desde la ilegalidad de un golpe de estado. A mí, como a Unamuno, y perdón por la pedantería de la equiparación,  y como a muchos otros españoles, las barbaridades me parecen barbaridades, los muertos muertos, y la sangre, la de todos, roja e innecesariamente derramada. No se dice, y si se dice es que eres un facha, que la deriva de la República tampoco era especialmente positiva, que muchos datos apuntaban hacia una dictadura socialista de consecuencias fácilmente previsibles. No lo sé, yo no vivía entonces, pero si el pasado franquista me parece deleznable, que me parece, tampoco ese que apuntaba la república me parece un pasado deseable, ni habría sido un pasado inocente.

Ni mis palabras pretenden justificar nada, ni se adhieren a ningún discurso histórico, ni pertenecen a ningún sesgo ideológico. Mis palabras solo reflejan el hartazgo de no poder creer a nadie, de la verdad a medias, de la postverdad y de la manipulación interesada de nuestra historia, que es, íntegramente, nuestra, de todos, y que sucedió como sucedió, no como pueda interesar a unos y otros que sucediera.

Hemos suplantado la verdad por “tener razón”. Lo importante es tener razón y que mucha gente en la redes sociales nos dé un “me gusta”, cuantos más mejor, a nuestros comentarios. Cuanto más epatantes más populares, cuanto más dañinos más apreciados. Siento no estar a la moda.

Daba Schopenhauer un tratado sobre cómo lograr tener razón sin que importara la razón última, sin que importara la verdad. Schopenhauer no conoció las redes sociales, pero sí que en su tratado hizo una perfecta disección de cómo se manejan en ellas ciertos personajes, y digo personajes porque suelen ocultar su identidad tras perfiles ficticios o corporativos. Un tratado, en 38 puntos, de cómo pasar por encima de la verdad y del adversario, ya, en algún momento, enemigo.

En el tratado dice el punto 38: “Cuando se advierte que el adversario es superior y se tienen las de perder, se procede ofensiva, grosera y ultrajantemente”. Como serán intelectualmente algunos de los que escriben en esos ámbitos, que usan directamente el punto 38. Si no dices lo que quieren oír te llaman “facha”, o “rojo de mierda”, en una actitud, la de ellos sí, la de ambos, inequívocamente fascista. Viva el punto 38.

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