TRAS LA MUERTE

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Las estrellas no pueden brillar sin la oscuridad.

Un mes de entradas y salidas del hospital, cuatro semanas de angustiosa espera a los pies de su cama esperando que la naturaleza obre. El final de una vida, el agotamiento vital. Por desgracia, ni siquiera morir es fácil, hace unos días me lo decía un amigo, un hermano.

Photo by NASA on Unsplash

Los cuerpos aguantan lo indecible y las esperas son terribles, subidas y bajadas en una montaña rusa. Una lenta subida ascendente, una pequeña mejoría, y de pronto una bajada tan vertical que parece detener el tiempo. Una angustiosa espera que no te deja respirar. Una agonía infinita, una esperanza de vida, aún a sabiendas que pronto será de nuevo truncada … Los minutos se convierten en horas, las horas en días y los días en años, años de recuerdo. Una película con una secuencia interminable de planos cortos y rápidos, como relámpagos… imágenes que se agolpan del pasado, sentimientos atropellados, culpa, dolor, aflicción ante alguien que está ausente en su lecho porque su cabeza dejó de funcionar hace tiempo y porque su cuerpo se está agotado.

Este es el tránsito, el momento en que nuestros cuerpos se agotan ante el cansancio de una larga vida, aunque vista desde la perspectiva de los años que cuesta contar, muy corta. Que paradoja, de jóvenes vivimos en un mundo de experiencias vertiginosas, sin miedo a nada, ni siquiera a la muerte, ni al futuro; sin embargo, cuando la vida avanza y son más los años que han pasado los que quedan por vivir, cuando el cansancio y las enfermedades se apoderan de nuestros cuerpos, la muerte empieza presentar su tarjeta de visita, cada vez con más frecuencia en familiares y amigos más adelantados en el camino de la vida, también de algunos rezagados con menos recorrido que el nuestro, que abandonan la carrera, algunos por voluntad propia, porque se cansaron de vivir o no soportaron el peso de su carga y otros porque el agotamiento les ha llego antes.

Tiempos de espera y despedida, propicios para pensar en ese transito de la vida a la muerte, para algunos como el fin de todo y para otros como el inicio del infinito, si es que el infinito tiene inicio.

El principio y el fin, la vida y la muerte, vida que ya existía en nuestros antepasados, muerte que hace que nuestros cuerpos se pudran en tumbas y nichos, y que nuestros nombres se desdibujen de las lápidas que nos presentan a los vivos que no nos conocieron. Al final, un recuerdo, como un punto en el infinito, como una estrella que se agota.

Lloramos a nuestros muertos porque las lágrimas sirven de bálsamo para nuestras almas heridas, para nuestras almas rota que ni siquiera el tiempo sana. La herida siempre estará abierta, aunque pretendamos narcotizar nuestros sentidos con elixires de la felicidad perpetua. 

Lloramos a nuestros muertos porque se han marchado, porque el hueco que han dejado es único, un hueco que es suyo pero que nosotros también hemos hecho nuestro. Porque sus manos nunca más agarrarán a las nuestras, porque no volveremos a sentir sus besos, ni darle los nuestros, porque ya no volveremos a oír sus latidos como cuando refugiábamos en su pecho, porque su imagen sólo queda en el recuerdo, un recuerdo que se nubla con el paso del tiempo….

La muerte es el tránsito, el tránsito entre lo caduco y lo eterno, entre la nada y el infinito, convirtiéndonos en parte de un universo del que ya formábamos parte.

Igual que la supernova aparece en el universo fruto de una explosión estelar allí donde no había nada, somos nosotros; estrellas más grandes o pequeñas, llamadas a dar luz mientras vivamos… luz que, quienes la recibieron de nosotros mantendrán tras nuestra muerte, aunque nuestro nombre ya no se recuerde.

Por eso mantendré tu luz tras tu muerte, para que en el universo siempre brille tu estrella.

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