MALDITA REFLEXIÓN

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Lo bueno de la jornada de reflexión es que invita a reflexionar, lo peor es que posiblemente algunos lo hagamos. Desde luego si yo fuera político la prohibiría en defensa propia.

 

 

Entre los gritos desaforados de los mítines, los insultos sin recato en los debates y el afán, siempre generoso, en explicar lo que hacen mal los otros, lo que les impide tener tiempo para explicar en profundidad lo que ellos pretenden hacer bien, los ciudadanos llegan a la ínclita jornada más bien aturdidos y en un estado de choque que los puede llevar a votar sin tener muy claro a quién y mucho menos por qué.

Y entonces nos hacen reflexionar, cosa a la que nos deberían de invitar desde el principio o no invitarnos nunca, y toda esa cabeza gorda que nos han puesto a lo largo de varios meses, corre el riesgo de recuperar parte del riego sanguíneo y del rigor del razonamiento. A mí, en concreto, es lo que me pasa y me lleva en ese momento culmen del día de la votación a no conseguir encajar ninguna papeleta en el sobre dispuesto ad hoc.

Ya, ya sé que el tamaño es uniforme y adecuado, perfectamente estudiado para que las papeletas encajen con facilidad en el sobre, pero nadie parece haber contado con el temblor nervioso que puede acometer al votante tras una jornada de reflexión pensando en lo que puede hacer una lista de personas, la mayor parte desconocidas absolutamente, en contra de lo que el votante piensa, o en cuantas han dicho que harán algo para luego hacer lo contrario, o en lo que no han dicho que harán y que es justo lo que si harán, o… y ya entre temblores incontrolables acabas teniendo un último momento de lucidez y descartas introducir ninguna papeleta y cierras el sobre vacío y vas hasta la urna porque ya que estás allí algo hay que votar, aunque sea votar nada.

¿Y yo que votaría? Pues seguramente votaría por las políticas sociales de Podemos desarrolladas con el rigor económico del Partido Popular. Votaría la política territorial de Ciudadanos y no votaría la política fiscal de ninguno. Votaría una política educativa que dejase de lado los complejos estúpidos de nuestra historia, que fomentase los méritos y que fuera de igual calidad para todos los estudiantes. Votaría una estructura de estado en el que se garantizara la igualdad absoluta entre todos los ciudadanos, sin privilegios de renta, de inversión o fiscales de ningún tipo según el lugar de residencia.

Votaría por quién me propusiera una solución a la diferencia entre ricos y pobres, que permitiera la riqueza, la general no la mía mal pensados, incentivando la iniciativa privada y encontrara una solución razonable a las empresas que gestionan los servicios de primera necesidad, para que garantizaran un funcionamiento social adecuado, evitando el enriquecimiento a costa de la necesidad.

Votaría a aquellos que pudieran fomentar el beneficio en función de los logros sin permitir el acaparamiento, a los que supieran permitir la abundancia sin permitir el lujo, a los que fueran capaces de enfrentarse y desenmascarar a los que viven de la ilusión de poseer lo ajeno sin haber hecho más mérito para alcanzarlo que criticar y vivir del esfuerzo ajeno, a los que promovieran la equidad con afán de acercarse a la igualdad, a los que defendieran los derechos individuales y el respeto a los demás como normas fundamentales de vida y de convivencia, a los que me ofrecieran erradicar los miedos colectivos como medio de asustar a la sociedad para que haga dejación cobarde de sus logros. En fin, votaría a aquellos que fueran, veraces, transparentes, servidores de la sociedad e imperfectos, aunque solo fuera por saber que son personas como yo.

Ya, ya lo sé, esto que yo votaría no lo contempla ninguna ideología, ningún sistema global y rígido de interpretación de la sociedad, pero es que yo no quiero una sociedad rígida, cobarde, cortada a machetazos ideológicos para promover el enfrentamiento que impida la obtención, ni siquiera le identificación, de objetivos. Yo no quiero una sociedad que persigue al individuo capaz de establecer un sistema personal de valores en aras a una uniformidad de pensamiento. Yo no quiero una sociedad adocenada, caduca, decadente, llena de individuos políticamente correctos, ideológicamente impecables.

Por eso mi sobre entrará en la urna vacío, por eso y porque ninguno de los llamados candidatos, ninguno de los partidos, en realidad organizaciones de poder, a los que representan, me merece la más mínima confianza. Por eso y porque yo quiero vivir en una democracia donde pueda elegir libremente a mis representantes, donde me garanticen que mi voto vale lo mismo que el de cualquier otro ciudadano de este país, y sin embargo vico en una suerte de aristocracia de las ideologías que funciona como una partidocracia, como una mendaz democracia.

Porque yo quiero una democracia, también imperfecta, en la que las listas sean abiertas y la circunscripción única. Imperfecta, seguramente, pero democracia.

Bueno, pues nada, que me den otra jornada de estas por si consideran que no he reflexionado suficiente, seguro que se me ocurren aún más cosas que aportar al ideario democrático de este país.

Maldita reflexión.

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