EL TESTIGO DE LA VIDA

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Oigo un llanto desesperado, es de una niña de 90 años, se dice bien. Parece una larga vida, pero no lo es. La vida es corta, los días, los meses, los años, pasan sin que nos demos cuenta, un día te levantas y el pelo se ha vuelto blanco, la piel descolgada y los surcos de las arrugas cada vez más profundos. El cuerpo merma, las manos se vuelven huesudas y las articulaciones de los dedos se deforman.

 

La niña nonageneria no deja de llorar, su llanto atrapa mi corazón, su desconsuelo no encuentra respuesta. 

Le paso la mano por ese pelo blanco, lacio, bajo hacia su cara y le seco con las yemas de mis dedos las lagrimas que se hacen camino entre su piel marchitada, pero la niña no calla. Sus ojos grandes destacan en una cara cansada, perdidos en el infinito. La niña se encuentra sola, le digo que la quiero, pero no me oye. 

Me siento en el brazo de su sillón, siempre el mismo, le agarro las dos manos colocándolas entre la mía, la miro a los ojos, se ha percatado de mi existencia. ¿Cómo puede expresar tanto una mirada?. Sus pupilas se han clavado en las mías y con un gesto de agradecimiento sus lágrimas cesan. La niña ahora está en calma, ya no se siente sola, pero no habla. 

Una sonrisa aparece en sus labios agrietados. Ahora son sus manos las que agarran las mías para impedir que me vaya.

Han pasado algunas horas, en un silencio sólo roto por su débil respirar, un silencio que dice tantas cosas como las que no se han dicho a lo largo de una vida. Un silencio de agradecimiento que no merezco. 

La niña de 90 años está en calma. Ya me ha pasado el testigo de la vida.

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