INTROSPECCIÓN

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Es bastante usual ver a primeros de agosto al señor Benítez leer su libro de 832  páginas todas ellas completamente en blanco. Con verdadero afán, mueve los labios y sigue con el dedo las invisibles líneas de texto de cada página. Después de un buen rato de lectura, coloca un marcapáginas de la librería «El Aleph» en el punto en el que abandona el texto, cierra el volumen de tapas rojas, lo guarda en un pequeño bolso tipo bandolera verde, se quita las gafas de pasta negra, retrasa su reloj de pulsera una hora y poniéndose de pie, enfila con paso corto el camino de tierra que lleva hasta el puente de hierro. En su mitad, Benítez se detiene, saca de nuevo el ejemplar y retoma afanoso, sobre la lengua larga del Duero, la todavía inconclusa historia. Ese día, yo había comprado dos quilos de  ciruelas para el estreñimiento de mi abuela y me disponía a cruzar el puente de hierro, cuando vi al señor Benítez. Allí estaba, como tantas veces, con su amigo de tapas rojas. Aquella vez no pasé a su lado sin decir nada, sino que al llegar a su altura, me quedé  junto a él, mirando también al río que conocía nuestros nombres. Él giró su cabeza y me miró:

 

– ¿Qué haces, Pablo?

– Nada, señor Benítez, hacerles compañía a usted y al río. ¿Es bonito el libro que lee?

–  Va por días. Hoy, por ejemplo, parece que el capítulo promete. Míralo tú mismo. 

Y lo acercó a mis ojos. En aquel momento, las páginas por las que el libro estaba abierto se llenaron de letras: 

«- ¿Qué haces, Pablo?

– Nada, señor Benítez, hacerles compañía a usted y al río. ¿Es bonito el libro que lee?

–  Va por días. Hoy, por ejemplo, parece que el capítulo promete. Míralo tú mismo. 

Y lo acercó a mis ojos.

En aquel momento, las páginas por las que la invisible obra estaba abierta se llenaron de letras.»

Benítez cerró el libro.

-¿A que no está mal, Pablo?

Yo estaba asombrado. No sabía qué responderle.

Benítez volvió de nuevo a abrir el tomo:

«Es bastante usual ver a primeros de agosto al señor Benítez leer su libro de 832  páginas todas ellas completamente en blanco.»

 – ¿Es usted Dios, señor Benítez?

«El hombre no respondió. En realidad, Pablo tampoco esperaba una respuesta a tan gran pregunta.»

La tarde se diluyó en un verano que giraba en torno a dos figuras sobre un puente de hierro.

«Ese día, yo había comprado dos quilos  ciruelas para el estreñimiento de mi abuela y me disponía a cruzar el puente de hierro.»

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