HACER LAS INDIAS

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Arrecia el tema de la inmigración. Claro, solo la de los desesperados, sin papeles, que vienen a trabajar en lo que sea, ocupaciones desdeñadas aún por demasiados patriotas. La entrada de los privilegiados nordacas, visado y oferta laboral en mano, parece no preocupar ni siquiera a los que en verdad afecta.

En fin, que seguimos a vueltas con el tema de las pateras, el efecto llamada, la usurpación y abuso de nuestras sacrosantas sanidad y educación públicas “por la face”, y otras interesadas falsedades.

Así que, teniendo en cuenta que algunos de los más jóvenes igual consideran cosa nueva el tema, reproduzco aquí hoy un artículo que publiqué hace ¡¡veinte años!! (sic). Qué vergüenza lo poco que se ha avanzado en el tema, si es que no se ha retrocedido:

“Hacer las indias”: Cada vez me sorprende más la capacidad de memoria selectiva de los humanos. Yo hoy voy y me acuerdo de mi abuelo Clemencio, que nació en un pueblo de Burgos, y que también un día, como tantos otros, tuvo que irse a “hacer las Indias” cogiendo su hatillo y navegando, mucho más allá de donde llegarían las aguas del Arlanzón, rumbo a las del Río de la Plata, cuando la Gran Guerra asolaba Europa a principios del siglo XX, y él buscaba las mínimas condiciones y el bienestar que transforman la animalidad de nuestra especie en esa realidad superior que debería ser la raza humana.

Argentina no tenía si quiera cien años de independencia y el recuerdo de los españoles no era, precisamente, el mejor. Sin embargo, aquellas tierras recibieron a mi abuelo, se abrieron de par en par acogiéndolo. Y pocos fueron los años que allí hubo de pasar, pues en seguida ganó suficiente dinero para regresar a España y restablecer su negocio y su familia, gracias a lo que aquí me tienen, escribiendo.

Hoy son otros los que, movidos por la miseria física e intelectual, tienen que emprender camino desde África o América para ‘hacer la Europas’. Pero esta tierra (que consideramos ‘nuestra’ por la casualidad de haber nacido en ella) nos negamos a compartirla y no la abrimos, y no acoge a los desheredados sino que, como la distancia es el antídoto de los remordimientos, los apresa para devolverlos a una muerte tan lejana de nosotros que no nos espanta ni azora, como quien tiene un problema y, en fin, lo soluciona, o un dolor de muelas y tira la dentadura al vertedero.

 

“Hoy son otros los que, movidos por la miseria física e intelectual, tienen que emprender camino desde África o América para ‘hacer la Europas’. Pero esta tierra (que consideramos ‘nuestra’ por la casualidad de haber nacido en ella) nos negamos a compartirla y no la abrimos,…”

Pero, en un mundo globalizado, ¿quién es un extranjero y quién no?, ¿qué derecho podemos esgrimir en el “primer mundo” para decir que esta tierra es nuestra y sólo nuestra?, ¿quién nos ha otorgado el título de propiedad en exclusiva de nuestro paisaje y sus frutos?, ¿hasta cuándo las fronteras van a ser muros que separan y no invisibles punzadas de hilo que unan los países en los mapas?, ¿cuántos ahogados más deben abonar el Estrecho para comprender que somos también responsables de algo trascendental que está pasando en el Sur, en todos los sures que existen?

Así que en esta fecha vergonzante recuerdo al Jefe indio Seattle, que un día dijo al hombre blanco: “¿quién puede comprar o vender el Cielo o el calor de la Tierra o la velocidad del antílope? No podemos imaginar esto si nosotros no somos dueños del frescor del aire, ni del brillo del agua. Pues nosotros sabemos que la Tierra no pertenece a los hombres, que el hombre pertenece a la Tierra”.

© Jaime Alejandre

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